
La voz.
Cada vez que habla Pedro Sánchez, en la redacción ponemos el plasma y subimos el volumen. No lo hacemos a menudo porque Sánchez no se prodiga en ruedas de prensa salvo si viaja al extranjero, y no siempre hay extranjeros disponibles para Sánchez, pese a los desvelos de sus guionistas. Pero de súbito su voz campanuda fluye por la estancia y todos levantamos unos segundos la cabeza del teclado:
-Si tuviera que elegir una palabra para definir mi proyecto de Gobierno, sería Justicia. Justicia económica, social, de género… La Justicia es lo que moviliza a una sociedad.
La proclama alcanza los oídos del redactor, baja repicando por las trompas de Eustaquio, cruza los hemisferios cerebrales y termina alojándose en el lóbulo frontal, encargado del procesamiento lógico de la información. Pero el redactor no logra desentrañarla. No acierta a distinguir su significado concreto. Tras oírle un número suficiente de veces, uno concluye que la dificultad de comprenderle estriba en una cesura radical entre la voz de Sánchez y las intenciones de Sánchez. No recuerdo otro orador que produzca ese efecto de ventrílocuo de sí mismo: en Sánchez, la forma y el fondo viven escindidos. Es capaz de enviar los fonemas por delante de los conceptos que se suponen acompasados a la fonación; pero uno se queda esperando alrededor de un cuarto hora y el concepto no llega, como no llega Godot. Solo recibe el sonido, cavernoso y bello, como si filtráramos el contenido de un globo de helio a través de un odre y recogiéramos los ecos en una cámara de resonancia, a poder ser la orquesta de Radiotelevisión Española.
La voz campanuda es un ejemplo muy evidente de que el interlocutor intenta más de donde llega, y en ocasiones nos produce cierta ternura: Cela, Umbral. Pero el caso es que el Rey, el gran Presley, siempre suena campanudo. Quizá fueran los servicios de su iglesia baptista donde se pudiera oir a Aaron Jones o Melchisedec Smith impetrar a Yahwé con toda la facilidad del mundo con su bajo profundo. Los coros pueden ser my competitivos y dejar a los rezagados dañados permanentemente.
Este verano anduve leyendo los libros -atrasados, en sesióncontínua, informativos- de mediados de los noventa dónde José Díaz Herrera expone como se iba al carajo Iberia sumergida. Bien, algo debió de aflorar del que parecía siniestro total y ¿cuál es la solución veinte años después? Más de lo mismo, sí señor ¿Es equivalente la conducta de Felipe González en Iberoamérica en los 80/90 y la de la Cifuentes en un hipermercado? Lo que si recordamos es el bello tono andrógino -contralto+- de «la mejor ministra de agricultura que haya tenido esta nación», Loyola de Palacio, o el tono neutro del ministro de trabajo Aparicio ¿químicamente neutro? Aunque mi favorito -lo siento- en tono y calibre de lo que va (iba) a contestar es sin duda, Rodrigo Rato. Les da vueltas a todos, incluido a su ex-jefe, que siempre que habla suena como quien l’ha con il mondo.