
El héroe tranquilo.
El Real Madrid alcanzó otra final de Champions porque ni sus jugadores ni su afición estaban preparados para otra cosa. Sencillamente. El coste de la alternativa era tan incalculable que se prefirió la opción más cómoda: conquistar la tercera final consecutiva.
El partido me pilló en Múnich -mis padres no contemplan los cruces de primavera con el Bayern cuando planean viajes familiares, pero deberían-, así que pude testar el ambiente desde las entrañas mismas de la bestia. En ellas solo encontré prudencia y cerveza. A las ocho me metí en una peña muniquesa cercana a la Estación Central. Estaba decorada de arriba abajo con camisetas rojas, bufandas rojas y caras rojas de bávaros extrañamente circunspectos que bebían en silencio para desmentir su fiereza y proclamar su respeto al rey de Europa. Hoy mismo llamo a Elvira Roca para anunciarle que la leyenda negra empieza a amainar: hay bandera blanca. Cuando los hinchas colorados me reconocieron español, y probablemente madridista, casi me pagan la pinta.