
Útiles de la Edad del Silicio.
Pocas épocas como la nuestra han facilitado tanto la agotadora tarea de odiar. En el pasado, el odiador se entregaba sin cálculo a una guerra de religión, a una caza de brujas o a un pogromo de judíos, y asumía gustoso el coste reputacional de su turbia pasión. Para odiar a conciencia hoy solo hace falta vivir en el primer mundo, contar con una buena conexión a internet y manejar con soltura un puñado de identidades falsas. Todas estas campañitas de inquisición posmo ayudarán a los historiadores del futuro a corroborar que incluso una civilización tan indudable como la que disfrutamos ofrecerá también nítidos documentos de barbarie.
Yo no renuncio al sueño de romper a odiar un día, pero hasta la fecha he de confesarme trágicamente incapacitado para el odio. Esa carencia me genera una aridez emocional que trato de compensar elaborando listas de cosas muy odiadas, en la esperanza de compartir alguna. El otro día descubrí a una tuitera que le tenía declarada la guerra al pantalón de campana. «¡Ojalá no vuelva jamás!», aullaba. Recordé entonces aquellas pijas deliciosas de mis remotísimos años universitarios que enseñaban la traviesa punta del zapato por debajo del vaquero acampanado. A mí me fascinaban aquellas pijas, no entendía cómo se las apañaban para moverse con tanta naturalidad partiendo con semejante desventaja. ¿Por qué no puede volver ese look? ¿A quién le ofende tanto?