
«¡Como diputado vuestro que soy…!»
Este Parlamento se parece más a la gente, ha dicho Íñigo Errejón. Y su eco se propaga por las tertulias con ese reverbero automático y ful con que las mejores intenciones cristalizan en tópicos vulgares. Que lo diga Errejón tiene lógica, porque como teórico del populismo debe esforzarse por instalar en la opinión pública esta sinécdoque: mis votantes son el pueblo, mis diputados la asamblea legítima. Al final de ese camino mil veces fatigado en el siglo XX siempre hay un demente que confunde su ansia de poder con la voluntad popular. Y a los lados yace un reguero de escrupulosos.
Para que esa perversión poética de la lógica que es la sinécdoque allane el camino del despotismo, es importante que la anécdota suplante sistemáticamente a la categoría. El desaliño indumentario, la toma de un bebé o la negritud de una diputada son tratados por el populismo no como lo que son, circunstancias de la condición humana, sino como la sustancia del debate político. El mecanismo de la propaganda opera como un sombrero de prestidigitador donde entra un hecho y sale un eslogan. Según ese birlibirloque, un mayor pintoresquismo implica una mayor representatividad.