
Stevenson, a los mandos.
Nació con el don de narrar, y por eso los aborígenes de Samoa, entre los que se retiró a morir antes de tiempo, lo llamaron Tusitala: «el que cuenta historias». A Robert Louis Stevenson (1850-1894) le debe la historia universal del relato dos cimas tan felices como La isla del tesoro o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, pero la misma gracia que bendice sus narraciones articula sus pensamientos. Que el Stevenson ensayista resulta tan asombroso como el Stevenson narrador es algo que Borges y Chesterton -dos de sus apóstoles más devotos- conocían de sobra, pero a esa buena nueva le faltaba cabal difusión en castellano.
De subsanar tal deficiencia se ha ocupado la editorial Páginas de Espuma, que acaba de publicar la obra ensayística del escocés, espigada principalmente de colaboraciones en prensa de la época. La editorial agrupa estos textos en forma de trilogía –Escribir, Viajar y Vivir-, cuyos tres tomos y más de mil páginas acotan una biografía tan breve por culpa de la tuberculosis como productiva. Un monumento editorial.
Se ha reproducido mucho aquel aforismo suyo: «Es mejor caminar lleno de esperanza que llegar». La máxima vale también como preceptiva del arte del ensayo que es, desde Montaigne, el género de la fluencia y la ondulación: de la elasticidad del pensamiento sin meta clara pero con paso honesto. La prosa de Stevenson recuerda un poco a la de Zweig en su capacidad proteica para hilar la observación aguda y el recuerdo personal con la cita de autoridad, siempre bajo el mandato cortés de resultar ameno. El lector agradece el tono vitalista y disfruta de la suavidad con que se le pasea del registro dramático al humorístico. Posee Stevenson el sentido del ritmo como si hablara: piensa narrando, aderezando la idea con la imagen. Y no se resiste a insertar anécdotas, ni a amueblar la imaginación del lector con pinturas precisas de ambientes y caracteres.