
«Lo intentaré» sí es un frase sensata.
Cumpliendo con añejas tradiciones, Florentino le da boleto al entrenador al que meses antes ratificó. El Real Madrid es un club aristocrático donde todos los vicios llegan a viejos: un presidencialismo blindado, una plantilla estelar, una bulimia mediática que jamás se sacia y una grada narcisista que ignora que lo es: rasgos que ya distinguían al club en los 50. Y ahí seguimos, honrando los cánones.
Lo que no está en los cánones es la sobriedad, la liturgia casi furtiva con que el presidente despachó a Benítez -hay más gente llorando todavía por el puesto de Edurne en Eurovisión- y presentó a Zidane, que tuvo el buen gusto de emocionarse para caldear un poco esta atmósfera aborrascada. Zidane ha prometido corazón, y del suyo no dudo. Ni siquiera dudo ahora de la santa voluntad de los jugadores, esa rehala de divas exfoliadas a las que disgustó la jeta de Benítez desde el primer día, cuando se conjuraron para echarlo. Cinco meses les ha durado, en el transcurso de los cuales -digámoslo todo- Benítez no supo armar un estilo ni buscar aliados para hacerse respetar. Ese fracaso es suyo y por eso sale. Porque si no, tendrían que salir los demás.
-¡Pero yo quiero un equipo de fútbol, no una constelación de estrellitas!, salta el pipero de guardia.