
La democracia balbuciente.
Ni cuando la proclamación de Felipe VI recuerdo una ebullición parecida. Los periodistas mal que bien nos conocemos todos, pero por el patio del Congreso pululaban caras nuevas que sonreían para el selfie y que, por descarte, solo podían ser diputados emergentes. El Parlamento más plural de la democracia ha abierto sus escaños a toda la ancha policromía de la España real, donde como sabía el torero hay gente pa tó.
Ya no se podrá decir eso de que no nos representan, porque los que lo gritaban en el vallado ahora pueden desarrollar su original cosmovisión del trabajo parlamentario desde su mismo estreno, esos segundos warholianos en que prometieron el cargo. «Nunca más un país sin su gente ni una España sin sus pueblos». Se conoce que hasta hoy el país era el centro de un donut, no tenía ni gente ni pueblos, ni nada. Un páramo de puertas giratorias, era.
Cuando alguien lo apuesta todo a la transparencia acaba exhibiendo sus partes menos airosas. La ropa se inventó por respeto a nosotros mismos y a los ojos del prójimo, y el protocolo democrático lo mismo. Ahora a los españoles nos representan demasiado, y a lo peor alguien ahí fuera nos esté mirando. Alguien que nos presta dinero, incluso. Este hemiciclo enseña ya más que la Pedroche.