Me recibe Alcázar de San Juan con las campanas de la iglesia de Santa Quiteria tañendo de pura curiosidad: quieren comprobar que no se han derretido. Santa Quiteria es una iglesia barroca ma non troppo, de ese primer barroco que se llamó clasicista (en La Mancha hasta el barroco es austero). En la cercana plaza del ayuntamiento hay apostados un rocín y un asno, y adivinad quiénes están subidos encima. Una creciente obsesión por la iconografía quijotesca me obliga a parar el coche en mitad de la travesía, bajar dejando el motor encendido, tirar cuatro fotos al conjunto escultórico y volver corriendo al coche, temeroso de entorpecer el tráfico. Pero detrás no viene nadie.
El convento de Santa Clara me dará cobijo esta primera noche. De convento quedan el nombre y la disposición de las habitaciones, que sigue el orden cuadrangular de un patio que debió de ser claustro. Del silencio claustral tampoco queda nada: suena Tom Petty a buen volumen, y por ser él se perdona la profanación. En una estancia anexa al convento hay un taller de escritura. Lo han denominado, contra todo pronóstico, Escuela de Escritores Alonso Quijano.
Alcázar duerme la siesta a la hora en que salimos a patearlo, pero la duerme sin la heroicidad que Clarín achacó a Oviedo. Nos cruzamos con lugareños que gastan sandalia y tirantes, muy lejos ya de los recios españoles de hábito y armadura que hicieron noble este municipio. Quien no quiera ver en esta degeneración indumentaria un fin de la raza, es su problema.
El Museo del Hidalgo ocupa una modélica casa solariega del siglo XVI, cuyas estancias se disponen en función del patio central (“núcleo irradiador de la convivencia”, diría don Íñigo Errejón). Nos gusta la etimología de la palabra hidalgo porque no puede ser más elocuente de nuestra psicología colectiva: el hijo de algo, un noble sin alcurnia demasiado documentada, venido a menos, seguramente empobrecido y nostálgico, pero resistiéndose heroicamente a ser asimilado, diluido en la masa anónima. Esto es un español. Si, según Pla, el catalán es un animal que añora, el español vive para reivindicar su ascendencia en línea recta hasta la pata del Cid (“No sabe usted con quién está hablando”, sueña con poder advertir el español cuando le contrarían); de donde se deduce la sugestiva idea de que el catalán no es más que una exacerbación sentimental de lo español. Un quijote, o sea. No por nada Cervantes escoge, para Damasco final de su andante caballero, la playa de la Barceloneta.
Alcázar es una villa de fundación romana, donde se han encontrado mosaicos del siglo IV, y a la vez un epítome del disparate urbanístico, que ha sembrado el municipio de adefesios en vertical. La burbuja inmobiliaria no deja de tener su punto de quijotada. El pueblo regala algunos anacronismos conmovedores, como llamar a un taller de zapatería Don Pisotón, u ofertar lápidas fúnebres “de auténtico mármol castellano” a pie de calle: dos tiendas de tumbas en menos de un kilómetro, descubrí. Esta naturalidad con que se nos recuerdan las postrimerías es un vestigio de funebrismo barroco, creo yo, cuando nada nos hacía más ilusión para pisar papeles que una calavera humana.