Cunde entre mis compañeros la sensación de que el marianismo se desmorona. Los síntomas, ciertamente, son innegables. Van desde la rivalidad ya aflorada entre la vicepresidenta y sus ministros, a la garrulería patatera de Montoro y sus menestrales; del irreversible cainismo que se profesan Moncloa y Génova (solo comparable al idilio que mantienen Patrimonio Nacional y El Prado), a la ineptitud para coordinar las filtraciones, habilidad que en las democracias mediáticas -y ya en los burgos feudales, me temo- constituye el primer orgullo de un gobierno consciente de sí. Coronando el silogismo, la desinformación delata pérdida de poder.
Sin embargo, Rajoy ha desmentido tantas veces a sus enterradores prematuros que conmueve este afán por inhumarle, como conmueven todos los empeños románticos. La perdurabilidad de Rajoy es una máquina de engendrar melancolía tertuliana. Y si sobrevivió a su amistad con Bárcenas, nada hace pensar que no sobrevivirá a un crecimiento de tres puntos del PIB. En las oscuras noches de llovizna, don Mariano sale silenciosamente de palacio, se sube a una escoba y sobrevuela los cementerios donde aúllan los cadáveres de sus enemigos. Y a su regreso, un puro metafórico continúa encendido entre los labios.