Si Leopoldo María Panero se autodestruía para saber que era él y no todos los demás, el español sabe que es español y no birmano o danés porque discute su propia identidad, cuando no la niega directamente. De ahí la españolidad profunda del nacionalista: solo el que es de la familia aspira a irse de casa. Aquí nunca se terminó de cuajar o coser un sentimiento de unidad nacional como pongamos el de Francia, y la fuente de este particularismo ha distraído mucho a los historiadores: Américo Castro la ubicó en la pugna religiosa de la Reconquista, Sánchez-Albornoz en la romanidad visigoda, otros en la energía centrífuga que absorbió el Imperio; pero todos vienen a compartir el diagnostico invertebrado de Ortega.
A falta de un patriotismo nacional, y dado que el desarraigo absoluto tampoco es humano, el español ha desarrollado un amor hipersensible a su patria chica. El CIS dice que solo el 16% de los españoles estaría dispuesto a defender su país con las armas, pero yo veo al 90% perfectamente capaz de matarse con el pueblo vecino si entiende agraviado su folclore. El fútbol es la épica de nuestro tiempo pero, más que cohesionar, la Liga yuxtapone municipios enfrentados.