
Hay dos clases de españoles: los que saben quién es Tamara Falcó y los que fingen no saberlo. De los segundos, como de cualquier hipócrita, no merece la pena hablar. Pero en la oficina y en el metro, con permiso del CGPJ, el español está hablando de Tamara. Y a menos que uno sea un tuitero de meñique empinado o uno de esos politólogos de encaste cortesano que redefinen la democracia como el odio al pueblo, lo interesante es preguntarse por qué.