
No llevo en Sevilla media semana y por culpa de la lluvia ya tengo nostalgia del aldabonazo que pega el capataz en la canastilla para provocar la levantá bajo la trabajadera, sobre los cuellos enrojecidos de los costaleros. Ese golpe seco no es otra cosa que el pulsador de las emociones de la Semana Santa. Y la lluvia, la maldita lluvia, lo ha cortocircuitado. Para comprender las lágrimas de los nazarenos que al madrileño le parecen exageradas hay que entender que ellos llevan 364 días trabajando para un único día de gratificación: el día que sale, pongamos por caso, la Virgen de la Candelaria, que el cielo quiso mantener encerrada ayer. Así que el capirote agoniza inerte sobre la cama del nazareno frustrado, los ojos vacíos de su anual ilusión esperando mejor clima el año próximo.