
La lluvia será una bendición para el campo, pero en Sevilla por Semana Santa la lluvia es una catástrofe. Aquí llaman a la NASA para confirmar los peores presagios, en la esperanza de que sus satélites se equivoquen. Pero los satélites, a diferencia de las palomas de Alberti, no se equivocan. Se produce entonces el desparrame, la espantá de las cofradías prudentes que no tienen derecho a desmejorar sus incalculables pasos por mucha gana de salir que les haya acumulado la pandemia. Las hermandades dudan, los horarios se descuadran, la cruz de guía se parte porque sus costaleros se han refugiado en la catedral, las bandas tocan más fuerte convocando desesperadas el favor de alguna deidad de la sequía y los sevillanos que han pagado sus buenos euros por una sillita en La Campana -centro neurálgico de la carrera procesional- rompen a aplaudir de rabia y de pena por ellos mismos. Qué se le va a hacer, salvo meterse en una taberna a secar el capirote y mojar el hígado.