
Hay razones poderosas para odiar la Navidad. Quizá la nostalgia de una niñez feliz cada vez más remota. Quizá la frenética exhortación al consumismo, a menudo mediante emboscadas publicitarias de un sentimentalismo atroz. Sin duda la dolorosa presencia de los ausentes que nos impone la memoria de las navidades completas: unas en que la muerte de uno de los nuestros todavía era la clase de drama que les sucedía a los demás.