
Al católico Chesterton le gustaba la cerveza y le indignaba el puritanismo. Contra los ingenieros sociales de su tiempo, decididos a sacrificar la vida en el altar de la higiene, escribió La taberna errante, donde un capitán y un tabernero huyen con su barril de ron de la ley seca impuesta por lord Ivywood, político vegetariano que sueña con una Inglaterra abstemia, virtuosa, progresista.
Chesterton, que era anticapi, no reivindica las tabernas por razones económicas sino antropológicas: porque son el ámbito de la camaradería, ese cálido ideal que palpita en cualquier película de John Ford. La taberna es el lugar donde sucede la amistad, y a veces la pelea, y a veces la pelea que acaba en amistad. Es la sede de los vínculos comunitarios, el suelo ibérico de los afectos y de las discrepancias. La idea de Podemos nació en un bar, la de Ciudadanos en otro y la letra de la Constitución terminó de pulirse en un tercero. España sin bares no es España y Madrid cerrado no es Madrid. En la salud y en la enfermedad.