
Con el feminismo va ocurriendo lo contrario que con el independentismo: el primero se atomiza a medida que el segundo se reagrupa. Advirtamos ya, para las entendederas menos dotadas, que estamos comparando la acción de los predicados y no la bondad de los sujetos. Del independentismo se afirmaba que estaba irreconciliablemente dividido; pero ahí lo tenemos, cerrando filas en torno al reparto del poder mientras Illa rebusca melancólico por las esquinas su famoso efecto. Del feminismo se afirmaba que no admitía apellidos: era uno, progresista y anticapi; pero ahí lo tenemos, cavando hondas zanjas en el seno de la propia izquierda que quiso abanderarlo en soledad, tildando a la facción socialista o podemita de retrógrada, no sin razón. Como si después de haber expulsado física y metafísicamente- a toda liberal o conservadora del paraíso morado, después de haberse arrogado la facultad de decidir quién es mujer-mujer y quién una patética alienada, la fiebre inquisitorial no pudiera detenerse ante las herejes emboscadas en el santo lobby.