
Este mundo se acaba. Lo ha dicho sin un parpadeo don Castells, desde su dulce redondez facial como de fruta acuchillada a la altura de los ojos. Tiene razón: el mundo que conocemos toca a su fin. Y dentro de ese mundo, naturalmente, está España. Pero el Gobierno de don Castells, que por algo es progresista, tiene diseñado para esta España obsoleta el plan de desescalada que no acertó a trazar para la pandemia. Se trata de ir desescalando a los españoles de su vieja españolidad constitucional para alumbrar una década o dos de Nueva Normalidad española, poblada por ciudadanos reprogramados que no seguirán arrastrando los jurásicos prejuicios de sus padres. Esta España que alborea no seguirá sometida al anacronismo de la monarquía, ni al fascismo de la nación indivisible, ni mucho menos al caos de la separación de poderes, ese capricho francés por culpa del cual alguno aún podía preguntarse de quién depende la Fiscalía. Será una democracia verdadera, unicidad de mando y coordinación de funciones, presidida por la encarnación de la voluntad general y vicepresidida por la negación de la alternancia, aquel vicio burgués bajo el que las antiguas élites amparaban su voluntad golpista.