
Rito.
Del fuego nacieron a la vez la gastronomía y la literatura. La tribu se sentaba en torno a la hoguera sagrada y escuchaba la historia mítica de su pueblo contada por un politólogo en taparrabos. El fuego donde habían asado la cena danzaba al ritmo de la narración. Como en un cine prehistórico, las palabras proyectaban sobre aquella pantalla llameante las epopeyas y las tragedias de un pasado compartido. Y así iba moldeándose una conciencia colectiva que los identificaba.
Pasaron los milenios, la dieta se fue refinando, las ideas también y se acabó inventando la democracia representativa. Pero el fuego no ha perdido su misterioso poder de evocación, su potencia simbólica, su utilidad ritual. La antorcha olímpica pasa de mano en mano cada cuatro años y el tributo al soldado desconocido arde en los monumentos patrióticos de cien capitales. Podríamos decir, de hecho, que la historia reciente de España asciende de las cenizas de dos pebeteros. Uno festejó la epopeya del progreso y otro, 30 años después, ha consumido las energías de nuestro mayor trauma desde la Guerra Civil.