
El rapto de Proserpina, de Bernini.
De todas las Romas que caben en Roma, la culpa de que uno prefiera la barroca es toda de Bernini. Otros viajan a la Urbe en busca de césares y foros, atentos al eco de una lucha a muerte en el Coliseo o siguiendo las huellas de las legiones que dominaron el mundo durante mil años. Es la Roma de Mary Beard y la de Gibbon, la de nuestros manuales de latín, la que proclama la vigencia de una civilización que no es ajena ni remota, vestigios marmóreos o estatuas mutiladas. No, no: los romanos somos nosotros. A poco que leamos descubrimos que nuestro derecho, nuestro mapa de carreteras, nuestras campañas electorales son romanas, si acaso con menos sangre pero con las mismas mentiras, escándalos y traiciones. Esa Roma eterna, por tanto, no nos interesa ahora porque la visitamos a diario en los periódicos.
La que nos interesa la labraron hombres que no creían en los dioses sino en Dios, hasta el punto de asumir su voz en la tierra. Es la Roma de los papas, los mecenas del más ambicioso programa electoral de todos los tiempos, al cual se llamó Contrarreforma, y cuya realización consagró el triunfo artístico del catolicismo sobre sus competidores protestantes hasta el día de hoy. Esplendor frente a austeridad, imaginación frente a normativismo, carnalidad frente a represión: ésta fue la campaña monumental con que los grandes papas posteriores a Trento ganaron las legislaturas de la posteridad. Necesitaban para ello a los mejores, y los contrataron a todos. Citar los apellidos de los genios que hicieron de Roma lo que es nos llevaría demasiadas páginas. Pero si tuviéramos que elegir un solo nombre al cual se debe la fisonomía más reconocible de la sede de la cristiandad, ése es sin duda el de Gian Lorenzo Bernini.
Justo después de descubrir el Aqua Paula, que demuestra a quien lo necesite que todo viene de otra cosa, incluso Bernini, torcí con el dulce mareo que imprimía tal descubrimiento y topé con el acumulador (como en los frigoríficos) del Vaticano, con la cuadratura del circulo de los geómetras del renacimiento: la tumba de San Pedro en Montoro. Una negación perfecta de toda la gigantomaquia que los despistados asocian con Italia y que Bramante dispuso como la escenografía y al anuncio simples y eternos de Roma. Se siente un raro bienestar, una voluntad placentera; algo que no estaba en las fábulas de Ovidio ni en sus epígonos