
No da para más.
Se cumplieron ayer 50 años de la muerte de Walt Disney sin que nadie se manifestara en el Valle de los Caídos Criogenizados en protesta por la vigencia de su paternalismo. ¿La pluma de Mises, la política de Reagan, el cardado de Thatcher? Quia: las cuentas por el consumismo desorejado y el dogma del crecimiento perpetuo -pero sin dejar de ser un niño- hay que pedírselas al lapicero de Disney. Medio siglo después no ha aparecido otro tan decisivo en el modelado de la psique primermundista. Hoy nadie discute su atroz responsabilidad en la infantilización de Occidente, pero entre nosotros la señaló el primero Ferlosio, con su lucidez escasamente diplomática: «Disney, ese gran corruptor de menores nunca bastante execrado, el mayor cáncer cerebral del siglo XX». Considerando en frío, imparcialmente, la vehemencia de don Rafael, concluimos que está justificada.
Walt de Chicago debió beber la cicuta como la bebió su más famoso antecesor en el delito de la corrupción de menores, Sócrates de Atenas. Porque si la inteligencia crítica de Sócrates amenazaba la cohesión de la comunidad, el ternurismo cremoso de Disney rebaja al electorado y lo convierte en tribunal de niños que ha de elegir entre absolver a un médico o a un pastelero, por recuperar la metáfora de Platón, más partidario del despotismo ilustrado. Los niños siempre absolverán a quien les garantice el azúcar de la demagogia, contra el que en este diario se ha alzado Robe Iniesta: «Lo malo de la democracia es que todo el mundo pueda votar. Y no digo que yo esté capacitado, pero habría que pasar varios exámenes. La Historia nos tiene que servir para algo. Pero ¿cómo puede votar un tío que no sabe quién fue Napoleón? Esa gente que piensa nada más que en comer donuts y ponerse más gorda de lo que está, ¿va a votar?» Quién nos iba a decir que la defensa de la epistocracia vendría de Extremoduro.
El bueno (Rajoy), el feo (Pedro Saura) y el malo (Monedero) de esta semana en La Linterna de COPE