
De la ironía a la tragedia.
La víspera del día en que el toro mató a Víctor Barrio, su esposa retuiteó mi artículo del viernes, que casualmente versaba sobre el avance del animalismo. Raquel Sanz, a quien no conozco, coincidía conmigo en que sólo la ironía puede dar ya cuenta de las derivas disparatadas que toma nuestra sociedad. Pero la ironía es una piel fina que el ácido de la tragedia disuelve pronto. Trece horas después de ese retuit, Lorenzo partía el pecho del torero, su marido, y Raquel sentía que la vida le abandonaba a ella también, dejándole el aliento justo para agradecer como una sonámbula las muestras de apoyo de una mayoría bien nacida.
Sin embargo, sobre el fondo de dolor en que ella yace, una minoría de enfermos morales descargó en las redes esa catadura de júbilo degradante que creíamos desaparecida de Europa con la última quema pública de una pobre epiléptica confundida con una bruja. Un semoviente que celebra la cogida mortal de un torero perpetúa la misma chusma que reía desdentada en los autos de fe, que madrugaba para pillar sitio en primera línea de hoguera o de cadalso. El animalismo va convirtiéndose en la mayor amenaza del humanismo. Mentes estragadas por la incultura y la emocionalidad más primaria proyectan su abyección sobre los aficionados, como si el tendido no ofreciera una escuela de criterio para el que sepa sentarse en uno sin prejuicios. Se puede ser antitaurino cabal, como Pla o Wenceslao, y se puede ser la clase de abogado corrompido que avergonzaría a su cliente, en este caso el propio toro. Que la militancia en el PP de la viuda contribuyera a avivar la llama diabólica de Twitter, según me informó mi compadre Rubén Amón, es algo que produce arcadas en cualquier conciencia aún no podrida.