
Dos socialistas catalanes: similar naturaleza en dos tripartitos verdaderos. Foto de Antonio Moreno.
No hace tanto tiempo que el PSC salía en los telediarios por las victorias rotundas de sus alcaldes y no por la desinhibición danzarina de su candidato autonómico. O por las declaraciones contradictorias que se cruzan quienes deberían fijar una posición. Se pretende que las elecciones del 27-S pasen a la Historia por circunstancias que de momento caen del lado de la ucronía. La decadencia del socialismo catalán, en cambio, es en la presente campaña un hecho mensurable: entre los 52 escaños de Maragall en 1999 -con los 42 de 2003 alcanzó el poder- y los 20 asientos en el Parlament que acreditó Pere Navarro en 2012 se narra la historia de un fracaso que aún puede conocer un colofón más patético: el CIS les otorga el cuarto puesto en intención de voto (16-17 escaños) y está por probarse siquiera su utilidad como bisagra. Y tampoco sabemos hacia qué lado giraría.
La paternidad de este fracaso, como tantas cosas en Cataluña, es discutida y discutible. Digamos que existe acuerdo en que el PSC consta de dos almas, una españolista y otra catalanista, por adoptar la terminología al uso. Pues bien: los de alma españolista -y los barones socialistas de fuera de Cataluña- atribuyen el crepúsculo del partido a la traición del principio de la unidad nacional, que ya sólo defienden inequívocamente PP y Ciudadanos; los de alma catalanista arguyen en cambio que el PSC está donde está… porque advirtió tarde la demanda social de Estado propio y no supo liderarla a tiempo. Tal cual.