Cuando marcó el octavo gol en dos partidos, tuiteé que lo suyo empezaba a ser ya neoliberalismo. Esa voracidad de tiburón, esa renuncia casi insidiosa a conformarse, esa fe insolente en su propia capacidad. Esa manía analógica de limitarse a hablar en el campo, privándose de buscar simpatías en la zona mixta, que es el último eslabón en la cadena de montaje del mercado fútbol: donde te ponen las etiquetas. Lo paradójico es que CR, siendo millonario, practica un fútbol industrial, que manufactura goles como Henry Ford montaba coches. Ronaldo es proletario del triplete y lobo de Wall Street. Baluarte a la vez de un individualismo anglo y un estajanovismo soviético, funda por sí solo un nuevo paradigma que merece culto, pero que demasiadas veces solo causa escándalo, frialdad, distancia reverencial cuando no odio mal disimulado. ¿Por qué?
El apetito de Cristiano es contracultural. En España está mal visto ganar mucho dinero, pero lo está aún más ganarlo trabajando. Disculpamos al pícaro que pega el pelotazo quizá porque su éxito se labra sobre contactos u oportunidades que nos quedan lejos, que no nos interpelan. Pero alguien que prospera machacándose nos envía un mensaje poco confortable: «¿Y tú qué es lo que haces?» Y eso molesta, porque normalmente no hacemos gran cosa. Estamos más cómodos compadeciéndonos que peleando el ascenso.
Un manifiesto juvenil que no pude negarme a firmar: mantengan la compostura, niños y mayores.