Numerosos analistas que comparten el propósito y los argumentos de Felipe González en su primera epístola a los catalanes discrepan en cambio de su analogía entre el golpe de Estado posmoderno o en diferido que programa Artur Mas y “la aventura alemana o italiana de los años treinta del siglo pasado”. González sabe que esa analogía siempre emite un destello demasiado intenso, cegador, que opaca irremediablemente el tono gris apropiado a una argumentación madura. Podría haberla evitado. Y sin embargo sólo se limitó a matizarla añadiendo una adversativa estrictamente formal: “Pero nos cuesta expresarlo así por respeto a la tradición de convivencia de Cataluña”.
¿Por qué no se ahorró la analogía totalitaria? Entre las muchas razones que podemos aducir -la conocida facundia del personaje, su irresistible condición de ornato chino, el mero descuido tropical-, no cabe descartar la obvia: comparó el nacionalismo catalán con aquel nacionalismo alemán o italiano porque, objetivamente, presentan elementos comunes: una identidad territorial fuerte, una propaganda ubicua y pública, un líder providencial, una aspiración segregacionista, una concepción excluyente de la cultura propia y, finalmente, un lebensraum de Països Catalans que incluye pedazos homologables de Francia, Aragón, Valencia o Baleares; doctrina del espacio vital que ha sido formulada recientemente por un conseller de Justicia. No tienen en común las juventudes armadas ni las cámaras de gas, por supuesto; pero ya Aristóteles definió la analogía como predicado “en parte igual y en parte diferente”.
Sucede que en la opinión pública se ha instaurado la llamada Ley de Godwin, cuyo enunciado reza: “A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno”. Basta invocar a Godwin para cercenar un debate perfectamente pertinente, explotando la vergüenza del hallado reo de analogía hitleriana.