Circula por ahí un tipo de lector entrañable, españolísimo, que en su quijotismo desaforado es capaz de conciliar la exigencia de compromiso con la denuncia de parcialidad. Es esa clase de inteligencia zorruna que nos tiende la emboscada perfecta, en la que uno pierde siempre: si rehúye su demanda por cobarde, y si la atiende por descarado. Es ese tuitero que nos pide que nos mojemos; que definamos nuestra posición en un asunto espinoso; que evitemos los socorridos refugios del perfil bajo, las generalidades vagas y la ironía sistemática. Pero que, cuando nos ha convencido para que hagamos todo eso, seguros de ganar si no su aplauso al menos su reconocimiento, corre eufórico a afearnos nuestra parcialidad: «¡Oiga, que se le ve el plumero!».
Nuestro hombre constituye una mezcla armoniosa de dos arquetipos tan opuestos como el chulo y el afrancesado: es un castizo que quiere que el torero eche la pierna por delante de la embestida previsible, y es el ecuánime racionalista que certifica con horror la barbarie de la cogida, castigo merecido por el temerario. El columnista se queda entonces sumido en la perplejidad, como Juan Belmonte cuando lo llevaban desangrándose a la enfermería por arrimarse incluso más de lo que acostumbraba:
«¿Le parece a usted que así de cerca está bien?», le espetó el maestro al aficionado que se había pasado toda la faena exigiéndole más cercanía al toro. Con la diferencia de que, en Twitter, los papeles de aficionado y de toro los interpreta el mismo: el tuitero taimado.