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Carta a un joven columnista

Me dices que quieres ser columnista y me preguntas qué tienes que hacer para ver tus columnas publicadas en un periódico importante. Cuál es el camino más corto, seguro y directo para que tu firma alcance renombre, para que incluso -poniéndonos verdaderamente risueños- puedas un día vivir de ejercer el oficio de columnista. Te agradezco que acudas a mí, porque eso significa que crees que puedo ayudarte, y ayudarte no en un sentido puramente material -facilitándote contactos, recomendándote a alguien, abriéndote las páginas de mi propio periódico- sino espiritual. Es decir, crees que puedo transmitirte algunos conocimientos, experiencias y trucos del oficio que te sirvan para recorrer el angustioso trecho que separa tu vocación de su cumplimiento. O sea, tus textos de sus potenciales lectores.

Hubo un tiempo en que la autoridad para dar consejos la concedía la edad. Hoy el columnismo es un oficio cada vez más joven y cada vez más concurrido y cada vez más precario, y es precario porque está muy concurrido por gente muy joven: se trata de una ley elemental en cualquier mercado -también el de la lectura- que no necesitas que te explique. España ha sido un país fértil en columnistas; en general, ha sido fértil en solistas de cualquier disciplina: se nos ha dado mejor el quijotismo que la industria. Y en la Transición, como en la Segunda República, gozaron de una particular relevancia, razón de que estén tardando en jubilarse algo más de lo recomendable. Todavía se tiene a gala decir de Fulanito que murió con la pluma en la mano y habiendo enviado puntualmente la columna del día (escrita seguramente por su viuda): qué necesidad. Esta actitud correosa, de la que parecen excluidas las generaciones menos pugnaces (por más libres) que han venido después, creó un tapón gremial que empezamos a romper los nacidos en los años ochenta. Tal es la causa de que a los de mi quinta aún se les llame «jóvenes columnistas». Pero lo cierto es que voy a cumplir cuarenta años y que publiqué mi primera columna a los veinte; se titulaba Lógica y ola de frío, salió en un modestísimo periódico local de Madrid y estaba atestada de citas filosóficas y de otros vicios retóricos que quizá pueda ayudarte a conjurar. A la experiencia de dos décadas haciendo columnas me acojo para ello.

He mencionado la Transición. Y alguien podría pensar -tú mismo, sin ir más lejos- que vincular la Transición, o la República, o cualquier otro periodo políticamente connotado al desempeño del columnismo sugiere que no se puede ejercer el oficio de la opinión en prensa sin opinar de política. Pues bien, eso es exactamente lo que trataba de sugerir. ¿Significa eso que la nota costumbrista o el arrebato lírico o la crónica cultural más o menos camuflada o el calentón futbolero o la cómica vicisitud de una divorciada letraherida o la plegaria de gratitud por un atardecer familiar en la sierra no tienen cabida en una columna de periódico? Yo no he dicho tal cosa. Lo que intento decir es que un columnista de prensa ha de ser en primer lugar un observador de la vida pública del país; si su circunstancia personal le ayuda a formarse una opinión sobre la marcha de la polis, de la comunidad en la que el columnista vive, bienvenidos sean su uso y su abuso. Pero no debes olvidar, si realmente quieres dedicarte a este oficio, que el columnista es un espectador privilegiado, porque además de ver goza del privilegio de hacer oír su voz con el aval de un medio de comunicación. Los columnistas ombliguistas pueden atesorar mucho talento y toda la vis humorística del mundo y un pulso conmovedor para el boceto de las nimiedades cotidianas, pero ni dominan ni duran en este negocio; o duran por la respiración asistida del patrón ideológico o empresarial, nunca por el favor del público. Y está bien que no duren, porque han traicionado el pacto social con el lector, que lo mínimo que espera de un columnista es que se moje un poco.

Intelectuales y patriotas

¿Significa eso que tienes que convertirte en un intelectual? Bueno, a estas alturas parece imposible rescatar esa palabra del barro donde la hundieron a pachas los propios intelectuales por un lado y los populistas por el otro. Pero si tu voz no aspira a la influencia, una influencia real y mensurable que provoque adhesiones y amenazas, entonces es mejor que te dediques al posteo de estados de ánimo en tu red social favorita. Y por cierto, no confundas la influencia con el poder. El poder, en columnismo, es un atributo que solo fascina a los mediocres que persiguen el cohecho o a los resentidos que claman venganza, y un buen columnista no puede ser ni una cosa ni la otra. En cambio desearás la influencia, no ya por vanidad -en todo caso un motivo más sano que la ideología- sino porque te preocupa en alguna medida la deriva de tu país, ese solar centenario donde viven y mueren tus conciudadanos. A esa preocupación la llamábamos antiguamente patriotismo, si esa palabra no yaciera en el mismo barro que ahoga a los genuinos intelectuales por culpa de los mismos verdugos. Un columnista, sí, es un patriota. No lo olvides.

Tu segunda patria es tu lector. Él es el que manda. Y es el único que debe mandar. Pero al mismo tiempo es el último al que debes someterte, precisamente porque tu sumisión lo alejaría de ti. Antes deberás conquistar el derecho a ser escuchado. Lo harás con mucho tesón, con una vocación indeclinable y con una medida de fortuna. Sabrás que lo has conquistado porque el lector te buscará. Pero no te buscará para corroborar sus convicciones, como repiten tantos simples, sino para confrontar sus convicciones con las tuyas, porque las tuyas le importan. Si sale reforzado de la lectura, genial; si sale contrariado seguirá buscándote, porque te reconoce una secreta autoridad, un magisterio constante. El día que pierdas esa autoridad porque sospeche que escribes para reafirmar sus tesis y no para aquilatarlas, te abandonará.

Sé versátil. Y si no te sientes seguro fuera de lo que te funciona, entonces lee, ensaya y soporta la crítica hasta que ganes una nueva seguridad. Cuando era más joven contraje una malsana pasión por la taxonomía, por los podios y por las hogueras purificadoras de la censura: esto es columnismo, esto no lo es. Hoy sé que el auténtico talento no consiste en tener una marcada personalidad sino en tenerlas todas. O al menos en reunir el mayor número posible de personalidades columnísticas. No se trata de que digan de tu estilo que es inconfundible, sino que es inapresable. Que nadie lo puede etiquetar -fuera de la mala fe- porque verdaderamente ya eres capaz de escribir con sistemática elegancia de cualquier cosa. El genio es maniático, inmanente, pesadamente unívoco. El genio fue un oscuro invento de los románticos para curarse su rencor contra la luz, y como todos los inventos de los románticos termina en el crimen. El talento, noción clásica, indaga en la variedad para establecer lo canónico. Se adapta, imita, crece, muta, se supera. Pocos tienen una voz reconocible, y estos están bien; pero muy pocos pueden brillar en el empleo de cualquier tono y cualquier tema, y estos están mejor. Si quieres ser columnista tu dios no es Dionisos sino Apolo. Sé claro, sé fuerte, sé bello; inténtalo al menos, muchacho. Deja el morbo para los que ignoran la etimología de lo morboso, que significa enfermo.

El columnista de talento es capaz de combinar la observación atenta con la imaginación atrevida. Solo con observación serás aburrido; solo con imaginación serás irrelevante. Hay buenos columnistas y hay grandes columnistas, y doy por hecho que tú quieres ser de los segundos. En tal caso debes comprender que el buen columnista puede amar intensamente pero siempre en la misma postura; el gran columnista es poliamoroso, polimórfico y polivalente. Está el buen columnista umbraliano, el buen columnista irónico, el buen columnista político, el buen columnista activista, incluso el buen columnista cursi que nos mete algo en el ojo y nunca lo reconoceremos. Pero el gran columnista puede ser todos ellos en días sucesivos sin traicionar ni sus ideas ni su estilo. Es un pintor de paleta amplia, sobresaliente en el retrato, en el bodeguón, en la pintura histórica, en el paisaje impresionista y hasta en la miniatura flamenca. No es fácil, naturalmente, como no es fácil ser un novelista de mérito: debes saber que también el columnista trabaja con la fantasía -el enfoque novedoso, la premisa diferente, el personaje perfilado a partir del detalle revelador-, aunque su texto siempre despega y aterriza en la pista de la actualidad.

Mirada y estilo

Te he dicho alguna vez que el columnista es mirada y estilo, y sigo pensándolo. Ambas facultades se pueden entrenar, porque no son otra cosa que el pensar (inventio) y el decir (elocutio) de la oratoria clásica. Pero siento comunicarte que no hay recetas mágicas para el pensar incisivo ni para el decir original. Seguramente un cierta predisposición genética a la expresividad verbal resulta imprescindible, pero el resto se va adquiriendo con años de masticación lectora, libros que van regando el sedimento interior que distingue a esos tipos que los burgueses llamaban hombres de espíritu. Ahí se forma el terreno del que brotan las columnas. Cuando dices de alguien, sin ocultar tu admiración, que le salen las buenas columnas como churros, párate a considerar que para llegar a esa facilidad ha tenido que leer mucho y vivir lo suficiente.

Y vivir, en columnismo, obliga a conocer de primera mano la materia de la que se escribe. Escribir de los políticos sin conocerlos no te hace más independiente sino más ciego. También debes saber que acercarte demasiado pondrá en peligro tu independencia -y por tanto el respeto de tu lector-, y no por temor a una represalia sino por la chispa del afecto o por el fuego de la inquina. Procura que esa llama esté apagada cuando te sientes a escribir; a veces naufragarás por exceso de cercanía y otras por exceso de distancia, pero al menos sé consciente de que naufragaste en aquel texto y contra qué arrecife, para poder corregir el rumbo en la siguiente columna. Y recuerda que no tiene ningún mérito la independencia cuando de ella no se deriva la posibilidad de que el interpelado por tu crítica pueda encontrarte, llamarte o rebatirte. Ese coraje mejorará tu estilo, porque le añadirá la responsabilidad de la que carecen los infinitos cobardes vestidos de valientes que pueblan la mecanografía del falso columnismo.

En cuanto a la forma, que tanto importa a los mitómanos del género, no tengo muchos consejos que darte porque efectivamente el estilo es el hombre, o la mujer. Y cuando no lo es significa que estás estafando al lector, y por tanto debes dedicarte a los monólogos o a los guiones baratos. Tu personalidad está en los giros que escoges, en los adjetivos que descartas y en la sintaxis que ordena tus ideas para fijarlas en frases eficaces y sinceras, sean cortas y copulativas o largas y subordinadas. Aprende que la prosa estriba en el sustantivo y toma la fuerza del verbo, y que escribir pensando en el adjetivo es como cocinar un filete con sacarina; el adjetivo es el postre de la columna, pero al lector primero hay que nutrirle.

Y por el amor de Dios, rellena de cera tus oídos antes de escuchar los cantos de sirena de la música que sofoca la letra. Guárdate de la sonaja de los fonemas, de los ruedines de las metáforas gastadas y del sabor exótico del término que urraqueaste por ahí. Esto no es Instagram, muchacho: esto es tu cerebro sin filtros. Cuando descubras la potencia sin igual de la idea, dejarás de preocuparte por el modo de expresarla. Domina el lenguaje, tiranízalo para que vaya por donde dictan tu pensamiento y tu sensibilidad; si por el contrario te dejas llevar por él acabarás solo, marginado en un rincón de la fiesta, preguntándote por qué nadie aprecia los campanudos ecos de tu voz de odre vacío.

Respeta a los maestros pero no les rindas vasallaje. Escribe como si te estuvieran mirando por encima del hombro, pero no precisamente para agradarles. Los maestros auténticos esperan con resignación que los iguales, y no los igualarás escribiendo lo mismo que ellos solo que después. Piensa en el maestro venerado hasta pulsar la primera tecla; ni se te ocurra hacerlo después. Y cuando termines, asume sus correcciones con humildad. Porque ellos pasaron por donde tú estás pasando y llegaron adonde tú ansías llegar.

No confundas la subjetividad con la ecuanimidad. La subjetividad no te incumbe, como no te incumbe un planeta en que las sillas vuelen y los árboles hundan su copa en el suelo y enseñen sus raíces. La tierra es el reino de la gravedad y el columnismo es el reino de la subjetividad. Se trata de convertirte en un sujeto interesante, alguien cuyas subjetividades interesen. Para eso es importante que te esfuerces por conquistar el grado más alto de ecuanimidad a tu alcance. Serás de izquierdas o serás de derechas o serás mediopensionista, pero merece la pena que te esfuerces por ser ecuánime en tus textos. Ecuánime es aquel que sabe reconocer el acierto del adversario y el error del afín sin abandonar por ello la lealtad a sus principios. Una lealtad, por cierto, siempre condicionada al resultado de su contraste con los hechos: el que muere pensando lo mismo que pensaba a los veinte años entrega a la tierra un cerebro sin desprecintar.

Verdad y belleza

Te daré un consejo para estos tiempos de censura y autocensura, de inquisidores y ofendidos, de presiones horizontales y linchamientos digitales. Cuando te ocurra a ti -y hoy a todo columnista decente tiene que ocurrirle- no cambies. Quieto ahí. Las heridas se lamen en casa, no en el folio. Niégate a la bajeza del pensamiento posicional por mucho que queme la llaga de un mal lance. Nunca opines algo simplemente para no coincidir con el otro, no escribas pasando a pasiva los posicionamientos activos del adversario o incluso del camarada. Tampoco lleves la contraria por llevarla, por mucho que te harten los lugares comunes o te canse tu propio bando. Sucede que a veces los tópicos dicen la verdad, incluso a veces la dicen los de tu propio bando, y tu misión consiste siempre en servir a la verdad; a tu verdad, al menos. Lo de epatar al burgués déjaselo a Baudelaire y a los payasos de las redes.

Grábate esto a sangre y fuego, joven español: el izquierdista y el derechista persiguen igualmente un mundo más justo, solo que por procedimientos diferentes. Es lógico que al izquierdista le parezcan injustos los procedimientos del derechista y es lógico que al derechista le parezca injustos los del izquierdista. Ese conflicto se llama democracia. Pero si eres conservador y solo ves rojos deseosos de pegar fuego a la patria y a la familia; o si te llamas progresista y solo ves fachas explotando al pueblo en general o a tu colectivo en particular, en ambos casos debes dejar de escribir columnas creyendo que le importarán a alguien ajeno a tu tribu. Lo tuyo es el activismo.

Es posible que nada de esto se consiga siendo demasiado joven, pero estoy bastante seguro de que se pierde siendo demasiado viejo, así que no te desanimes. Es un oficio hermoso, de honda y singular raigambre española, y merece una continuidad en este mundo. Piensa que por muy mal que esté -siempre estuvo mal-, por mucho que la revolución tecnológica amenace con reducirnos a la afasia y al emoticono, dudo que se encuentre una alternativa tan rica y sutil y poderosa como las palabras para designar los miedos y las esperanzas de los hombres. Así que si de verdad sabes usarlas, por mucha competencia novel o veterana a la que te enfrentes podrás ganarte la vida. Encontrarás tu lugar en la honrosa cadena del columnismo patrio.

Es un oficio ético, porque no escribirás bien si no te anima un propósito honesto de mejora propia y ajena. Y es un oficio estético, porque en los mejores momentos sentirás que te has sentado por un día a la derecha de los poetas y de los novelistas. A la mañana siguiente, por supuesto, ellos seguirán sentados allí arriba y tú deberás empezar de nuevo aquí abajo. De las rentas viven los dinosaurios y los griegos. Un columnista vale lo que vale su último artículo: no lo olvides. Tu mejor columna está por escribir. Siempre.

No te conformes jamás. Si eres realmente bueno no tolerarás la relectura de tus textos más aplaudidos. Habrás aprendido a localizar en pocos segundos los puntos donde cargaste la mano del efectismo. Podrás desmontar rápidamente el reloj de la columna más redonda y constatar que habrías podrido montarla mejor con un poco más de trabajo. La columna, tal como yo la entiendo, no es un desahogo subjetivo ni una mera reflexión con propósito de influencia: es un arte. Como cualquier arte exige una técnica y persigue la belleza. La belleza de la verdad y secundariamente la belleza de las palabras. A los artistas más dotados parece nacerles la página con envidiable fluidez, pero se trata de una destreza engañosa, de una laboriosa sencillez. Hace falta la vida entera de un gran columnista hasta el instante exacto en que logra parir en cuarenta y cinco minutos una gran columna. Y ese mismo maestro conoce días de sequedad mental en que suda dos horas y media para cursar un folio de puro aliño. En esta incertidumbre reside la pequeñez y la grandeza de mi oficio.

Dios quiera que lo descubras por ti mismo. Porque significará que habrás llegado, querido amigo.

Este ensayo forma parte del libro Generación Negroni (Harper Collins) publicado en noviembre de 2023 como tributo colectivo a David Gistau, maestro de columnistas.

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24 noviembre, 2023 · 13:14

Contra Arcadio

Para escribir el mejor libro de su vida, aunque sea la vida de otro, Arcadi Espada ha tenido que inventarse un género, la biografía autobiográfica o la autobiografía biografiada, sin desviarse de su única militancia conocida: el periodismo. Vida de Arcadio rescata de Contra Catalunya el espíritu de contradicción que anima el centelleo verbal -agudo y filoso: Espada es apellido parlante- del único periodista de ciencias que ha dado el oficio. Y no porque escriba de asuntos científicos, sino por abrazar el método científico hasta pretender que el pomposo rótulo de ciencias de la información que campea en los campus se constituya en pleonasmo.

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9 julio, 2023 · 19:19

Nostalgia

Tengo nostalgia de los tiempos en que solo unos pocos teníamos nostalgia. Ahora todo el mundo la tiene: es el sentimiento mainstream. Nos atrapa en una comedia musical de Hombres G o en un gira truncada de Extremoduro, nos empuja a fotografiar la última cabina del pueblo y a recordar a la abuela que se nos murió con menos besos de los debidos. Nos persuade, torticeramente, de que hubo un tiempo en que al PP le interesaba la cultura y en que el PSOE era un partido de Estado. Vivimos un momento hegeliano de destrucción creativa, y es inevitable que en esos momentos la memoria se nos vaya antes al nombre que al adjetivo. La añoranza de un pasado mejor guio nuestros dedos primerizos en aquellas columnas ilegibles que escribimos hasta que nos dimos cuenta del error. Como ha escrito Raúl del Pozo -que me ha dejado al cargo de esta dacha un par de días-, la nostalgia es una trampa reaccionaria. Antes nos la tendía solo la derecha, pero ahora lo hace con mayor habilidad la izquierda.

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3 noviembre, 2022 · 10:46

Polvo serán

Se figura Arturo Pérez-Reverte que ha escrito sobre la violencia del hombre por el hombre, cuando en realidad ha publicado una declaración de amor a las palabras. En su lúgubre memoria de reportero acumula las trizas de la historia y teclea furiosamente para aclararse la retina. Pero no puede. No sabe que ese polvo no proviene de un puente dinamitado, o de una ciudad sitiada, sino de un idioma de mármol y de adobe que se pega a las yemas de sus dedos como esa ceniza ingrávida que protege al parecer las alas de las mariposas.

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1 noviembre, 2022 · 18:25

En defensa de Pablo Iglesias

Aunque me pagan por dar mi opinión, hoy debo darles a ustedes una información. Estoy en disposición de informarles de que el Gobierno es una pesadilla y de que la oposición es un desastre. No se trata de un juicio caliente sino de una gélida constatación. Esta clase de generalizaciones antipolíticas a menudo emboscan la cobardía o la pereza mental del opinador, pero ya no le quedan a uno fuerzas para ponerse a escrutar santas excepciones a la causa general. Solo se me ocurre un nombre que no ha decepcionado a nadie que se hubiese parado a analizar con honestidad su origen, su método y su mensaje: Pablo Iglesias.

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15 febrero, 2021 · 11:27

Umbral en la catedral

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El columnista totémico.

Umbral fue como ese hombre de Mejorada del Campo que lleva años construyendo una catedral propia según su real gusto e invención. Solo que la obra de Umbral es una iglesia pagana, vacía de otro dios que su ego adorado entre las paredes soberbias del estilo. Umbral, como todos, solo quería que lo quisieran, y pronto adivinó que la vía española al amor de los demás es un amor propio desaforado. Se amó mucho pero aún amó más el lenguaje, que codificó en liturgias nuevas, hasta entonces tenidas por irreverentes, desde entonces imitadas como solo mandan los cánones. Umbral se esmeró tanto en construirse un estilo como una personalidad, que en el dandi son la misma cosa, y remató tan brillantemente la equivalencia entre forma y fondo que muchos miméticos feligreses yacen bajo su peso. Sigue siendo el icono del columnista: Umbral es un umbral, una aspiración, la promesa de vivir de la escritura en los periódicos.

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4 septiembre, 2017 · 10:14

El derecho a ser escuchado

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Escuchando a Alcántara.

Últimamente se anuncia la muerte del columnismo con especial énfasis, casi con placer. Algunos la profetizan con la satisfacción justiciera del resentido a quien nadie dio voz a tiempo; otros con boba fascinación de rumiantes digitales. Los de más allá desprenden nostalgia de leño prendido en la chimenea, las gafas de cerca sobre las rodillas, una pila de revistas cogiendo polvo en el rincón. El columnismo muere, dicen, porque mueren los periódicos y muere la lectura misma. Y yo no digo que esta vez no vaya la vencida. Yo solo digo que cuanto más se habla del fin de la novela, más novelas se publican; cuantas más actas de defunción cinematográfica se levantan, más dinero recaudan las películas; y cuantas más paladas caen sobre el féretro de la columna, más artículos nos encargan sobre la función social del columnista, y más estudiantes nos hacen llegar el despertar de su vocación, el testimonio de su fidelidad lectora o la educada solicitud de otra entrevista inmerecida.

Quizá el columnismo, que cuenta con la brevedad entre sus premisas, sea género darwiniano que sobreviva a la hecatombe internauta. Puede que el entrañable hábito del desayuno a doble página junto a la taza de café camine hacia la extinción; pero no es menos cierto que está siendo relevado por ese otro del vistazo —furtivo y frecuente como un vicio— a la pantalla de móvil, donde siempre aguarda el enlace al artículo polémico de la jornada, ese que nos hace cabecear de conformidad aferrados a la barra del autobús o ese otro que nos infla de indignación sentados sobre el retrete.

Lo cierto es que los muros de Facebook y los perfiles de Twitter están llenos de columnas. Es una constatación diaria que salva la vigencia del humanismo. Nacen proyectos renovadores del parque columnístico como el que lidera Ignacio Peyró al frente de The Objective, plataforma para el provecho reflexivo frente a la viralidad sensacionalista. Pese a todo, ninguno de los que nos encaramamos con regularidad a una columna estamos libres de desatar el escándalo e incendiar las redes el día menos pensado. A poco talento que atesore, cualquier abajofirmante puede hacerse acreedor a la reprimenda pública de una portavoz parlamentaria. Claro que son mucho peores las reprimendas privadas. Pero algo tendrá la opinión cuando la bendicen con su saña tantos ofendidos de guardia, tantas minorías insomnes, tantas identidades en perfecto estado de revista inquisitorial que salen a patrullar la opinión cada mañana y cada tarde, con la antorcha en una mano y el rostro embozado en un avatar anónimo.

De modo que menos funerales: la pasión lectora goza de una salud que ya quisiéramos a veces menos vigorosa. Mayor robustez le desearíamos a la comprensión lectora: la aptitud para leer la ironía, por ejemplo, en un mundo que alumbra una camada diaria de tontos literales. Personalmente confieso que rara vez concedí a mi oficio la importancia de la que generosamente me han revestido en alguna ocasión mis amigos; pero lo que desde luego jamás pude imaginar es la generosidad de mis enemigos. Si uno, que ni tiene el título reglamentario ni cursó el máster corporativo ni gozó de más padrinos que las amistades que fue haciendo a golpe de escritura es capaz de sostener un par de polémicas semanales —públicas o privadas— con representantes de cuatro o cinco partidos diferentes, significa que el columnismo todavía articula la conversación pública, y que uno puede condicionarla siquiera en grado infinitesimal mientras se gane (y no pierda) el derecho a ser escuchado.

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20 mayo, 2017 · 12:25

Las dos musas de Raúl del Pozo

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[Reproduzco a continuación el prólogo que escribí para El último pistolero, el último libro de Raúl del Pozo, que ya está en las librerías bajo el benemérito sello de Círculo de Tiza. Fue un honor]

Tiene escrito Raúl del Pozo que no piensa ir a ningún entierro sino al suyo propio. Pero miente porque no fue al de Umbral pero sí estuvo en el de Ruano, donde declaró solemnemente que ya no se divertiría tanto hasta que muriera Azorín. De modo que Raúl evita los entierros por una complicada penitencia que consiste en no reírse de un mundo irrisorio, el muerto el primero. Y en esto no hace sino prolongar la risa escalofriante de la calavera barroca, que es una de sus musas. Porque la prosa de Raúl abreva en el Siglo de Oro sin ninguna prosopopeya, con la familiaridad con que la amante indecorosa usurpa cada noche nuestro cepillo de dientes. No muchos columnistas pueden aún mentar a Quevedo sin mancharse la boca. A mí de momento sólo se me ocurre uno, y se llama Raúl del Pozo.

Pero asiste a Raúl el capricho de otra musa, que no es negra y clasicista sino callejera y solar, y que se llama periodismo. Si el columnista umbraliano es aquel que lleva todos los días flores a su propia tumba, Raúl jamás se ha preocupado de cebar el cementerio de las frases brillantes, esas que hoy son y mañana se echan al fuego, junto con el resto del periódico un día de barbacoa. Voltaire nos recomendó cultivar nuestro jardín y Baudelaire nos dio a libar las flores del mal, pero ni Voltaire nació asomado a la ferocidad de las hoces del Júcar ni Baudelaire se peleó con los chulos de la calle de Huertas, donde la redacción de Pueblo revolvía, al decir de los mayores, los vicios y las ambiciones del oficio con un descaro legendario. Ahora bebemos fuera de la redacción, Raúl, pero bebemos.

Conocí al autor mucho después de empezar a leerle. Fue el 23 de abril de 2014, un año antes de recalar yo en El Mundo. La revista Leer organizaba por el día del libro una charla sobre la crónica parlamentaria como género literario. Invitó de ponentes a Víctor Márquez Reviriego, a Raúl del Pozo y al incrédulo abajofirmante. Allí declaró Raúl su deuda con Azorín, y por modestia no añadió –lo hago yo ahora– que suya es la estirpe que nace en Larra, se arremolina con Ramón, fluye por Ruano y cae en cascada a partir de Umbral. De ese manantial tiene que beber quien quiera probar la corriente más fresca de nuestras letras recientes, que es el columnismo; no digamos ya quien quiera escribirlo.

El lector que vague por la acrópolis que tiene en las manos constatará con asombro que todas las columnas siguen en pie. Esta terca resistencia desafía el dicterio de Connolly, que escribió que el periodismo, por su propia naturaleza, estaba excluido de cualquier participación en el mañana. Este libro participa del mañana tan bien como del pasado reciente, y ello se debe creo yo al envidiable concurso de las dos musas citadas. Si el lector sólo encontrara aquí literatura, aún podría pasear los ojos por una hermosa naturaleza muerta. Si el lector solo hallara periodismo, no traería cuenta talar más árboles para reimprimir estas piezas. Pero han de saber ustedes que a la madera así invertida no le pudo caber mayor honor.

Posee nuestro columnista el don de la frase perfecta, lo cual no es ninguna suerte, porque puede ahogar el sentido bajo los arrullos de sirena del ritmo, el látigo de la esdrújula y el fogonazo ninja que deja la nada cuando se disipa el humo. A Raúl le ha importado siempre significar, y por eso huye de la abstracción y se aferra a las cosas pequeñas. Se le llama ahora a esto, con verborrea de coach mingafría, salir de la zona de confort. Raúl sale de ella como de las metáforas inútiles y de los funerales: porque se encontraría demasiado cómodo. Por eso en su última reencarnación se ha inventado un columnismo de confidencia y de exclusiva, y cada día llama o le llaman los primeros políticos de este país no para conminarle a observar un off the record sino para rogarle que lo transgreda, con la negrita bien clara. Tampoco se me ocurre otro a quien esto se le consienta.

De manera que la contraportada de El Mundo, que un día por semana me honra compartir con él, atrapa el ruido de la calle para no ensordecernos con los violines llagados del narcisismo. Y a veces afina tanto el radar de su escritura que pulsa el latido de la Españeta eterna. De esa finura nace esta antología. Yo les diría a los estudiantes de Periodismo que se olvidaran por un puto día del trending topic, del posicionamiento SEO y del número de visitas y aprendieran de Raúl a usar el lenguaje, que es lo que les dará de comer, si no se les adelanta un colombiano con más y mejores lecturas. Yo, si me dejaran, les tiraría este libro como Cela –que tanto quiso a nuestro columnista– le tiró un día mil pesetas a un mendigo a la salida de un lujoso restaurante: “¡Toma, anda, para que escarmientes!”

Al estilo de Raúl unas veces le sopla la musa cheli del casticismo que sabe demasiado fuerte para el tecnolenguaje aséptico de ahora, esa sopa Childs cuyo éxito universal cifraba Camba precisamente en una insipidez que a nadie disgusta. Y otras veces le toca el arpa la musa elevada de Grecia y de Roma, y entonces me lo imagino alzado sobre coturnos y cubierto con la túnica, con un agujero oportuno para la pija. Porque la sicalipsis a menudo embravece su imaginario y todavía epata a las burguesas, y quizá a alguna duquesa. Hay días en que uno no sabe si Del Pozo es un Bradomín guapo, bolchevique y sentimental y días en que se nos aparece como un golfista perfectamente british. Aunque con el golf no admite bromas y se cabrea si lo tildan de elitista: lo es, pero porque la élite no va en la clase sino en la inteligencia. Yo confieso que a veces la audacia de Raúl me ha hecho envejecer de golpe por comparación: en los cócteles y en las columnas, en el Manolo y por teléfono: “Bustos, por vender más un día nos pedirán que salgamos en la contra haciéndonos una paja”. En tanto llega tan gozoso apocalipsis, quiero dejar aquí mi nota admirada por un hombre que es pura raza de las letras, que incluso habla en pedazos redondos de escritura y que permanece incólume mientras el mundo –¡mi mundo!– se va rápidamente licuando entre balbuceos de ágrafos digitales.

 Madrid, 1 de febrero de 2017

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9 mayo, 2017 · 10:36