
No extraña la dolorosa similitud que guardan las notas de suicidio de Stefan Zweig y de Reinaldo Arenas. Su dolor se parece porque nazismo y comunismo, culpables de sus respectivos exilios, comparten una acreditada aptitud para infligir sufrimiento a los hombres libres. Escribe el austriaco, víctima de Hitler: «Mi fuerza se ha gastado al cabo de años de andanzas sin hogar. Prefiero poner fin a mi vida erguido como un hombre cuyo trabajo cultural fue su felicidad más pura y cuya libertad personal fue su más preciada posesión. Saludo a mis amigos. Ojalá vivan para ver el amanecer tras esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes que ellos». Y escribe el cubano, víctima de Castro: «Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Al pueblo cubano le exhorto a que siga luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy». Zweig se tomó un frasco de veronal. Arenas, cuya homosexualidad acreció la saña de sus perseguidores -autores del lema que campeó en los campos de reeducación comunista para «maricones»: El trabajo os hará hombres- empujó con whisky un cóctel de pastillas.