
Un hombre entra en el baño de un club de carretera de Puerto Hurraco con la camisa empapada en sangre familiar. A los pocos minutos sale vestido de traje y corbata, comparece ante las cámaras con su mejor sonrisa y confía en que nadie se fije en los restos de ADN ajeno que se le han quedado bajo las uñas. También Tony Soprano termina estrangulando a su sobrino, su mejor sicario, pero al contemplar esa escena nadie puede dudar de que lo sentía. No es el caso de nuestro hombre.