
Querido Tulio. En las provincias levantiscas del norte el dictamen es unánime: Madrid debe ser destruida. Los jefes de las tribus bárbaras aliadas con el emperador no ocultan ya su rencor por la pujanza de esta capital indómita. Aquí la libertad es honrada y los ídolos tribales reciben un desprecio sacrílego. Si a la apostasía se le uniera la miseria, nadie protestaría demasiado; pero no se tolera que Madrid viva tanto mejor cuanto mayor es su desafío a la religión oficial. Esa impiedad, teme el emperador, invita a la emulación y debe ser castigada.
Los madrileños son abiertos, pero también orgullosos. Entre la Escila de su hospitalidad y la Caribdis de su chulería naufragan los intentos de los augures por imponerles el culto demoscópico al primus inter pares de Moncloa. Los madrileños han levantado su edén mestizo sobre una meseta que no conoce el mar ni riega más agua que la de un famélico regato donde no se bañan las ninfas por falta de calado. Los acaudilla una mujer que no hace tanto servía para inspirar a los epigramistas. Cuando la peste asoló la ciudad, todos creyeron que su estrella declinaría pronto. Pero probó un coraje insospechado y su fortuna viró. Ya no solo domina su territorio sino que otras regiones peninsulares la acogen con júbilo y escuchan sus consejos de gobierno.