No será el más exquisito ni quizá el más laureado, pero es el único futbolista que juega como si acabara de apearse de su propia estatua ecuestre. Y cuando acaba el partido, Sergio Ramos vuelve al parque donde se levantan los monumentos a los héroes de la patria, se encarama a su pedestal y se petrifica para seguir ejerciendo de gloria nacional el tiempo que media hasta el próximo compromiso sobre el césped. Noble y bélico adalid, caballero del honor.
Ramos es un cipotudo nato, un hombre que sobrelleva con asombrosa naturalidad la convivencia con su grandeza. El día que fue presentado en el Bernabéu, recién fichado del Sevilla por una cifra exorbitante -27 millones de euros de 2005 por un defensa de 19 años-, ya empezó a escandalizarnos su desparpajo. Allí estaba ese crío, llegando al vestuario de Zidane, Roberto Carlos, Raúl, Beckham o Ronaldo, mostrando con sonrisa suficiente el dorsal número 4 que acaba de dejar vacante nada menos que Fernando Hierro. Hoy Hierro es el tipo que una vez llevó el 4 de Sergio Ramos.
Nació en Camas, seguramente en un descampado, aterrorizando a las piedras contra las que chocaban sus tiernas rodillas al caer. Dejó tal huella en las categorías inferiores del Sevilla que ni le han perdonado su marcha ni se la perdonarán jamás; a él, que como Gengis Kan en el fondo es un sentimental, los abucheos en el Pizjuán todavía le duelen y ha tenido la debilidad de confesarlo más de una vez. No quiere entender que cada pitido furioso de los Biris, los ultras sevillistas, suma el más sinfónico tributo de admiración a que puede aspirar alguien criado en Nervión pero demasiado incontenible para caber entre sus orillas.
La virilidad de Ramos es tan arquetípica, tan caudalosa, que si Zorrilla reviviera lo convertiría en protagonista de un Don Juan cani de masas. De hecho, sus ilegales apuestas estéticas no son más que intentos infructuosos de matizar esa masculinidad animal que le constituye y que se derrama por el timbre cavernoso de su voz o la fijeza escalofriante de su mirada de escualo.