
Leyenda en marcha.
Pedíamos ayer respeto para la hazaña del Madrid de Zidane, avisados por McManaman de que, si Guardiola hubiera conseguido lo que el francés, la gente cantaría desde los tejados. Pero después de ver la conquista de la Decimotercera reducida al enésimo pataleo de los excluidos comprendí que ni el respeto ni los cánticos son reacciones naturales a la hegemonía. A un Madrid que gana cuatro finales de Copa de Europa en cinco años sólo se le puede pagar con odio, con la presa rota de un resentimiento largamente acumulado. No merece la pena, aunque nos tiente, reclamar la ampliación del 155 para intervenir la prensa deportiva catalana porque no hay tributo más dulce a la grandeza blanca que la escocida cicatería de sus portadistas. ¿Los árbitros, el presupuesto, la flor? Música sacra para el oído madridista, la entrañable cantinela del desespero. Lo que está haciendo el Madrid es desesperante porque niega una y otra vez esa regla psico-cósmica a la que nos aferramos cuando esperamos el castigo del poderoso y el resarcimiento del vencido. Pero el fútbol no pertenece a esa clase de fe compensatoria. No es una promesa mesiánica para pobres ni se rige por los contrapesos del karma. El fútbol es de quien gana, y gana, y vuelve a ganar.
Ahora bien. ¿Qué significa ganar? La vida del madridista consiste a estas alturas en ir por Europa recogiendo orejonas mientras se convence interiormente que su fortuna no será eterna. Pero no se acaba. Reflexionando sobre esto escribía Íñigo Errejón que «la derrota será la justificación de tantas victorias», invirtiendo así la lógica de la felicidad del hincha no madridista, ese que justifica por la escasez de triunfos la medida de su gozo cuando finalmente acontece lo extraordinario. De ahí que Raúl bromeara con Butragueño en el autobús que nos llevaba al avión, dirigiéndole sarcasmos sobre la maldición que le negó a la Quinta su Champions. Ambos, leyendas vivas, han de reconocer humildemente que el ciclo actual sólo admite parangón con el de Di Stéfano. Por eso cuando la calva venerable de Zidane se hizo presente en la cabina, el avión entero estalló en aplausos agradecidos mientras el sultán de la Champions se inclinaba abrumado. A ninguno se le aplaudió tanto ni con tanta gratitud, con la salvedad acaso del presidente, que por la mañana había recordado con detalle -sospecho que Florentino es menos supersticioso de lo que cuentan- la final del 81: «Entonces nos ganaron ya desde el ambiente, no se veía una camiseta blanca». El ambiente también lo ganó en 2018 el Liverpool, pero el ambiente no cabe en una vitrina.