
Uno se marcha de Sevilla sabiendo que es un error, pero qué remedio. Hasta el Guadalquivir se va de Sevilla de mala gana, sin prisa ninguna por llegar al mar, remansándose al paso de la Torre del Oro para mirarla despacio por última vez. Se marcha uno consciente de que apenas ha arañado la superficie de esta ciudad de paradojas, ligera y densa. Hemos visto solo una Sevilla entre las muchas posibles, y sabemos que esa misma Sevilla será distinta si volvemos a buscarla la próxima Semana Santa. Pero algo quizá hayamos aprendido.