
Michael Phelps anda tan perdido en Tokio como Bill Murray. Ha ido allí de comentarista igual que el protagonista de Lost in Translation fue a rodar un anuncio, pero ambos comparten el mismo extravío existencial. Desconcierta ver a Phelps en unos Juegos en los que no compite, y al primero que le desconcierta es a él. Ha confesado a la prensa que no sabe qué hacer cuando no nada o cuando no comenta la forma de nadar de los demás. Durante un cuarto de siglo delegó su autonomía en una voz que le ordenaba dónde ir y a qué hora, qué comer, cuándo dormir, cómo entrenar. La gloria olímpica exige renunciar al libre albedrío, y nadie se alienó tan bien como Phelps en pos de su sueño sobrehumano. Lo realizó como nadie antes, como seguramente nadie después. Phelps trascendió el periodismo para ingresar en la mitología y se metamorfoseó en pez, desarrolló branquias y aletas, llegó a desconocer el agua de tanto vivir en ella, como en el cuento de Foster Wallace. Y como ocurrió hace miles de millones de años, el pez debe ahora evolucionar a hombre. Solo que Michael no tiene tanto tiempo.