El argumento del 1 de octubre de 2017 es el amor. Algunos se quedarán con las cargas policiales y las urnas arrancadas, y los cinturones negros del victimismo aprovecharán la legítima violencia del Estado para invertir la energía del golpe y presentar al defensor de la ley como al allanador de su morada, sin dejar de ejercer un ápice de violencia propia. Pero esa llave de judo a la democracia parecerá el abrazo de un amante, y de eso se trata.
Nos tienen advertido que el fin del mundo no se consumará con una explosión, sino con un gemido. De igual modo, la democracia mediática de la posmodernidad no muere bajo los porrazos de la policía, sino por un beso filmado a tiempo. El pueblo es muy enamoradizo: se va con cualquier descarado que sepa cortejar su vulnerable autoestima. Y ese beso fundacional termina siempre posándose sobre la mejilla de un caudillo oportuno y cachondo, con esa forma de hablar -ese cinematográfico relato- tan irresistible que nos persuade del divorcio con la democracia liberal, ese marido estable pero aburrido con el que la masa ya no siente placer.
Esto es lo que está pasando, una vez más, en una pequeña parte de un continente que ha proyectado la misma puta película cientos de veces, interpretada por actores diferentes, explotada lucrativamente por remakes que nunca acaban de escarmentarnos, porque cada día nacen nuevas generaciones que desconocen el final.