
Diván de oro.
Uno toma verdadera conciencia de lo que está pasando en Cataluña cuando el Real Madrid se pone a ocho puntos del Barça y no ocurre gran cosa. Nadie pide la cabeza del entrenador, ni unas elecciones anticipadas, ni la exhumación de Juanito. Las críticas resultan más bien convencionales: el físico, el gol, el hambre, el quilombo táctico de Marcelo. Hasta Morata, que nunca fue un soberano delantero completamente independizado de la cantera, se entrega a previsibles accesos de melancolía que sólo confirman el acierto de su traspaso. Todo esto significa que la crisis de juego y resultados por la que atraviesa el Madrid está discurriendo con sordina; y el silencio, lejos de beneficiar a un club acostumbrado a existir entre la hegemonía o el apocalipsis, perjudica seriamente su recuperación.
Así que quizá el Real Madrid, como las pensiones o las novedades en el caso Lezo, no es más que otra víctima de la sobrerrepresentación procesista en los medios. A sus aficionados se les está escamoteando la familiar trompetería del fin del mundo que acompaña a cada derrota, precisamente por tratarse de un hecho excepcional. No digo que no se haya incurrido con puntualidad en el tópico del matagigantes -¿alguien duda que el rey David era catalán?-, pero la máquina de señalar culpables tampoco parece funcionar a pleno rendimiento y así será muy difícil recobrar la tensión competitiva. Yo no creo que la Liga esté perdida, pero pronto lo estará si nadie le recuerda al equipo que lo siguen mirando.
Cuando el humo se disipe deberían quedar en pie algunas certezas distinguibles, de contornos nítidos, recortadas contra el polvo retórico que nos asfixia. Debería quedar en pie la diferencia entre el Gobierno y el Estado, y entre la formalidad democrática y la innegable emoción del nacionalpopulismo. Deberíamos también haber atisbado los límites de la política, que son tan anchos como los del amor, pues sólo limitan con lo penal. Cuando el humo se disipe habremos recordado por qué se representa a la diosa no con una balanza y una zanahoria, sino con una balanza y una espada, porque sin fuerza no hay justicia. Y habremos aprendido a desconfiar de la soberana voluntad de los niños, que desconocen la amargura por las plegarias atendidas, para reclamar los tratos entre hombres, a quienes las frustraciones enseñaron que la vida va en serio sin necesidad de tachar rayas en la pared de una celda.











