
D’Annunzio, el primer narciso satánico.
Ya su nacimiento fue heroico y maldito, pues venía el niño con tres vueltas del cordón umbilical alrededor del cuello. Sobrevivió a esa y a emboscadas aún peores, la mayoría de ellas tendidas por su propia, retorcida egolatría. Triunfó en todo -en el periodismo, en la literatura, en la guerra, en el amor- y sobre todos. Conquistó la cima de la estética y paseó por las simas de la inmoralidad. La nación le concedió unánime el sobrenombre de Il Vate, y eso fue mucho antes de que Mussolini le otorgase el principado de Montevenoso después de haberle llamado, preso de admiración, «el Juan Bautista del fascismo», digno de los funerales de Estado que le organizó. Si bien el aludido, siendo diputado, prefería el sencillo título de «candidato de la belleza».
Bajito, alopécico y cargado de hombros, tuerto tras el accidente del avión que pilotaba, su voz y su palabra sobraron para domeñar a las masas como para rendir a mujeres de toda extracción, del palacio lampedusiano a la escena teatral. Con mechones de sus cabelleras -se decía- confeccionó el relleno de la almohada sobre la que reposaba todas las noches, después de beber buen vino de una copa -se decía- fabricada con el cráneo de una joven que se había suicidado por amor. Su nombre de pila era Gaetano Rapagnetta, pero el mundo lo conoció como Gabriele D’Annunzio (1863-1938). Satánica majestad, pero de veras.
De un molde entre Byron y Bonaparte, a D’Annunzio no le bastó con ser considerado el mejor poeta desde Dante: tuvo que ponerse al frente de 2.000 hombres, reconquistar Fiume a Croacia y fundar allí un estado protofascista, una especie de Síbaris o Nínive de orgías cotidianas con acentos marciales, saludos a la romana -él los recuperó- y uniformes luego imitados al por mayor. La editorial Fórcola ha publicado sus crónicas periodísticas y su correspondencia amorosa con Barbara Leoni: si, para muchos, las primeras fundan el género de la moderna crónica mundana, la segunda instituye el canon del amor fou, y quizá no ha sido superada como monumento de la literatura epistolar erótica.
Em….eeeeh…(glup)… Bustos, uno está acostumbrado a tu pluma nerviosa ¿Es que quieres ir a un baile de disfraces en plan marquesa Casati? El influjo en Valle-Inclán del que hablas se ve perfectamente en sus novelas carlistas, pero en Tirano Banderas ya se nota un mordente que, ese sí, es exclusivo de la casa. D’Annunzio, prego! ¿Por qué no prueba la traductora a traducir algo de Benedetto Croce? No es que se tenga mucha más idea de quién es que del otro señor, pero me parece que, para un contemporáneo suyo, se expresa bastante más expeditivamente de lo que la caja de bombones jamás haría. Y todas las cotorras que alguna vez hayan parloteado de ‘estética’ y afínes podrían enterarse de algo con el sabio napolitano