No perdonamos a Cristiano que nos estropeara el cincuentenario de la muerte de Churchill con ese bofetón de diva agraviada que causó su expulsión. Si han de expulsarte que sea por un cabezazo en una final mundialista y porque te hayan mentado a la madre; reacción que, por lo demás, goza ahora de coartada vaticana. Se marchó luego el astro abrillantándose ese ego dolorido que llevaba cosido al escudo, sin reparar en que le daba hecha la homilía de la santa humildad a Sor Lucía Caram. Se viene semana de turre tertuliano por el gestito, astutamente captado por el realizador (el realizador es el más sibilino y madrugador de los líderes de opinión).
A Cristiano y a Sergio Ramos les debe el madridismo los últimos títulos como a ningún otro, y sin embargo se empeñan en poner a prueba la adoración más cerrada como esos genios que deciden pasar del folk contestatario a la guitarra eléctrica quizá porque les empalaga tanto amor. La mano de Ramos palmeó el cuero como si fuera un cajón flamenco, aunque la bola parecía venir rebotada de la pierna en la enésima repetición. El partido se ponía feo y don Carlo, que no es sir Winston, escupió en un plano el chicle -¡el realizador!- con tanta determinación que temblaron los cimientos de la Mezquita.