Archivo mensual: julio 2013

La pícara comezón de desollar al prójimo

El insulto es uno de los géneros más exigentes de la literatura y requiere enormes dosis de tacto y refinamiento intelectual. Lo escribí hace unos meses, añadiendo que insultarse está hoy mal visto en España, del mismo modo que está mal visto ganar el Premio Nobel o ameritar un crédito ICO. Si no hay talento para escribir grandes novelas ni guiones luminosos de cine español, tampoco iba a haberlo para insultarse con sabrosa malignidad, y la invectiva pública, tan fastuosamente cultivada por el español desde tiempos de Marcial, decae como cualquier género literario víctima de la revolución tecnológica y la crisis educativa, que es como decir de la falta de lecturas del personal. Twitter nos facilitó los mimbres para levantar un poco el rendido pabellón del denuesto, pero los resultados son más bien descorazonadores. Hay pocos trolls verdaderamente creativos. Y como la gente ya no sabe injuriarse con buen gusto, las asociaciones de prensa, en vez de impartir cursos de formación en maledicencia ilustrada, han resuelto condenar el insulto como una práctica bárbara, ignorando su importancia motriz en la fundación y desarrollo de la institución. El periodismo se inventa para meterse con los demás; de qué todo este rollo, si no.

Para calibrar la desoladora distancia que nos separa entre lo que fuimos y lo que somos, basta leer un libro rigurosamente descatalogado que conseguí por la benemérita mediación de Iberlibros. Se trata de La linterna de Diógenes, de Alberto Guillén. Ustedes no habrán oído hablar de él por esta misma moda de denostar al denostador que vengo denunciando. Pero es el clásico de historia literaria española mejor escrito del siglo XX y el muestrario de vanidad letraherida más fascinante y divertido que he leído en mi vida. No he podido dejar página sin subrayar. Es un libro que justifica no una tesis, sino una cátedra de literatura hispánica. Es un perdurable monumento a la fatuidad irredimible de los hombres de letras, un Machu Picchu de la sátira venenosa, un reguero monstruoso de ídolos caídos, una cumbre de la vis cómica a la altura de Aristófanes y Quevedo escrita por un emigrante peruano de 23 años en la escena literaria madrileña dominada por los ismos y las generaciones del 14 y del 98. El buen juicio de Alberto Olmos comparte aquí el descubrimiento definiéndolo con tanta plasticidad como tino: “un rayajo de coca para los lectores de la toxina literaria”.

Alberto Guillén, que solo por esta obra ya discute a Mario Vargas Llosa la primogenitura literaria de la ciudad de Arequipa (donde había nacido en 1897), se plantó en Madrid en 1920 ahíto de arrogancia juvenil, dispuesto a situarse como uno más entre los grandes literatos españoles y a ceñir el laurel del éxito sonoro en la antigua metrópoli. La ambición fantasiosa es habitual en veinteañeros altivos; lo que no suele suceder a esa edad es que además la acompañe una erudición clásica, un estilo maduro, un vocabulario fecundo, un control pleno del tono y el humor, un dominio ciertamente insultante del retrato psicológico, un talento en suma tan cuajado como el que derrocha el autor de La linterna de Diógenes.

Guillén estaba dotado de un talento singular y de una vívida conciencia de la singularidad de su talento, dejémoslo en egolatría justificada. Ocurre que la egolatría es la primera instancia de la decepción. Cuando esta llega, algunos se deprimen y otros se vengan. “Su faz apuñaladora era faz de hombre sanguinario, que ha asistido al sacrificio de los imbéciles en el ara de los sacrificios. (…) Estaba borracho de orgullo y tuvimos cuidado con él como con los borrachos de vino. (…) Pronto me di cuenta de que tenía talento, y talento peligroso”, rememora Gómez de la Serna, que aceptó al peruano en la sagrada cripta del Café Pombo. Guillén frecuentó tertulias y aduló a los mandarines del momento; en Madrid logró publicar tres poemarios pero traía ideas demasiado miríficas sobre la generosidad de la Madre Patria y no encontró otra cosa que el eterno mundillo infatuado de ayer y de hoy, admirable solo en las obras y ruin en los caracteres, despreciativo de cuanto ignora, cerrado a corrientes foráneas que amenacen su prestigio arduamente erigido sobre obediencias debidas y colegas descabalgados. Pero antes de salir de aquí sacudiendo el polvo de las sandalias, decidió que aquella corte de ingratos pavos reales se acordaría de él. Y vaya si se acordaron. “Guillén pasó por España como el simún por el desierto”, exclamaría el venezolano Rufino Blanco-Fombona recordando el fenomenal escándalo que siguió a la publicación de La linterna de Diógenes.

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8 julio, 2013 · 14:43

¿Es compatible la ética con la ola de calor?

Ya está la ola de calor abriendo telediarios como cada verano, bien que en cada país el calor se traduce noticiosamente de modos diversos. En El Cairo por ejemplo desahogan la canícula mediante el “golpe revolucionario popular”, que no debemos confundir con el golpe de Estado de toda la vida según lo tiene teorizado Curzio Malaparte. En España perdimos esa ambición y el hábito entrañable de la asonada decayó a partir de 1981, por lo que ahora, cuando Madrid se sarteniza y en las aceras hierven los callos del pinrel urbano, el único golpe que recibe el país es el de los agresivos escotes de la femineidad retadora. El calor, por cierto, en eso se parece al alcohol: estimula el deseo pero frustra la ejecución. Ustedes me entienden.

–La moral y las buenas costumbres tienen en la actualidad una reputación deplorable, y de ahí el que las chicas más virtuosas se las echen hoy, hipócritamente, de corrompidas y perversas. Es una forma un tanto extraña de la hipocresía, convengo en ello, pero así anda el mundo…

Eso le decía a Camba un amigo suyo ya en 1935, razón por la cual no podemos creer en la nueva jeremiada de Baltasar Garzón, penúltima voz jupiterina de la regeneración moral (la antepenúltima fue la de Mario Conde, y en este plan). Garzón ansía sacarnos a los españoles del “pozo gris” en que penamos como bárcenas descabalgados de las buenas costumbres, que en España duran lo mismo que una recesión. En cuanto vuelve el dinero, vuelve de su mano la alegría, el derroche, la coima, el lerele y la vicepresidencia del Banco Europeo de Inversiones do mora todavía Maleni Álvarez, la monologuista mejor remunerada de la democracia hasta que topó con el trolley tremebundo de Mercedes Alaya, mazo de roble en piel de porcelana.

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8 julio, 2013 · 14:15

La impúdica lucha contra el reloj

Reseña de 'Manu' en Revista Leer.

Lo último de Jabois en ‘Leer’.

[Reproduzco a continuación mi crítica del último libro de Manuel Jabois que acaba de publicar la Revista Leer en su número especial de verano]

A Ruano se le hacía penosa la corresponsalía del ABC en Berlín –¡y corría el 1940!– porque debía despachar a diario por telégrafo “aquellas letras menores que tenían algo de empleo, de burocracia de la profesión libre, y nunca en realidad me entusiasmaron, porque hay que hablar de lo que pasa, y lo que pasa es precisamente lo contrario de lo que queda, y porque cada vez estoy más seguro de que lo interesante en un escritor no es que nos cuente eso de lo que pasa, sino lo que le pasa, lo que le ocurre a él. Todo lo que directa o indirectamente no es autobiografía acaba por no ser nada”.

Manuel Jabois no ha necesitado ser corresponsal en Berlín –aunque sí en Sanxenxo, donde nació en 1978– para alcanzar la sabia conclusión de Ruano. Su novedosa forma estilizada y autoparódica, descaradamente personal, de ejercer el columnismo le ha granjeado una meteórica posición entre las firmas imprescindibles del articulismo patrio, hoy desde las páginas de El Mundo, y estoy seguro de que su antología de columnas Irse a Madrid (también editada por Pepitas de calabaza) quedará como hito renovador del género. Tras publicar unas memorias futboleras de candorosa niñez (Grupo salvaje, Libros del K.O.), abunda ahora en la veta subjetiva con un dietario de madurez primera: aquella que inaugura la experiencia decisiva de la paternidad. El autor lo cuenta todo, desde la concepción hasta el parto de su hijo Manu, porque sabe como Ruano que en la salvaje exposición de sí mismo radica magnetizado el interés lector. Y sin embargo en el escritor hecho que es Jabois el impudor no puede sino funcionar como la más refinada de las máscaras, bajo cuya brillante comicidad encontraríamos la cara sombría de la soledad y la insatisfacción, saldo consabido en la pugna de la escritura contra el tiempo.

La fluidez musical de un fraseo ya inconfundible amalgama suavemente lo coloquial con sencillas notas de perfecto lirismo, acreditando un dominio poco habitual del tono y del ritmo que no permite suspender la lectura, a cuyo término llegamos con una ansiedad caníbal de la próxima ración de sí mismo.

(Revista Leer, número 244, Julio-Agosto 2013)

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4 julio, 2013 · 16:37

Evo Morales inaugura la temporada turística

Mientras escribo, el Air Force One de Evo Morales está repostando en Canarias, para que luego digan que estamos perdiendo atractivo turístico. Los temperamentos más pacatos habrían preferido una inauguración de la temporada estival menos aparatosa, pero con esto de la globalización hay que jugar fuerte si se quiere competir, nos dicen los autores de quién se ha llevado mi queso y otros prontuarios urgentes sobre management y sexo angelical. El presidente boliviano ha desechado sucesivamente destinos tan apetitosos como Francia, Italia y Portugal, y desde luego podemos considerar la elección de Gran Canaria por parte del líder cocalero como un magnánimo aval con el que la república hermana de Bolivia viene a subrayar el optimismo económico decretado esta semana por Montoro y Rajoy en el Congreso.

Circula sin embargo una versión alternativa sobre las circunstancias que han motivado el aterrizaje canario de Evo; una versión desde luego menos halagüeña con nuestra condición de potencia turística, pero completamente alineada con nuestra condición de metrópoli venida a menos. Y es que al parecer Evo Morales ha aterrizado en España porque los países europeos antecitados sospecharon que su aparato llevaba de polizón a Edward Snowden, que es como llevar a bordo al creador de las preferentes, de la estrategia de Afinsa y de los anuncios de Media Markt todo en uno. El tío más buscado del planeta, oigan, nada más que por marcarse un capitán Renault de manual: «¡Qué escándalo, Estados Unidos espía!»

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3 julio, 2013 · 19:32

Las peleas con la luz de Paulo Coelho

No es nada fácil entrar en una casa que no contenga una obra de Paulo Coelho. Usted entre en una casa española, australiana o israelí y repase con aprensión los anaqueles; no pasarán diez minutos antes de que tope con el título inevitable: El Alquimista. Los libros de Paulo Coelho (Río de Janeiro, 1947) llegan a las estanterías domésticas de todo el planeta con la naturalidad con que el polen se posa en las mucosas de los alérgicos. Yo mismo no estoy seguro de no poseer al menos una obra de Paulo Coelho, y esa duda terrible me sobresalta en las noches calurosas, despierto empapado en sudor y ya no vuelvo a conciliar el sueño hasta que he completado un escrutinio feroz de mi biblioteca.

Como para cualquier fenómeno de orden místico, Coelho ofrecerá seguramente una explicación paranormal que agote las causas de este éxito siniestro: 140 millones de libros vendidos en más de 150 países, traducidos a 73 lenguas. Quizá un guerrero de la luz introduce subrepticiamente sus volúmenes en nuestras casas y luego a fin de mes despacha los albaranes con el escritor en el interior de una gruta amazónica. Pero lo más escalofriante no es que a Coelho le traduzcan y le compren: es que además le leen. Todo el mundo conoce a alguien que ha leído El Alquimista. Mi novia, sin ir más lejos. Si le pregunto por qué, no sabría responderme. De nuevo topamos con lo inefable.

El día más feliz en la vida de Coelho no fue cuando terminó el Camino de Santiago en 1986, experiencia de la que saldría su primer libro –del mismo modo que al resto de los mortales nos salen ampollas–, titulado Diario de un mago. Ahí ya apuntaba maneras esotéricas. Pero de este relato de peregrinaje vendió poco, y sólo andando el tiempo, convertido ya en estrella despelujada de la autoayuda mística, aquella ópera prima le granjearía la Medalla de Oro de Galicia y el nombre de una rúa en pleno Santiago, que son dos dignidades con las que yo fantasearé toda mi vida. Tampoco la Legión de Honor gabacha le resarció de su juventud penosa y sus sueños de ambición. A él lo que de verdad le hizo feliz fue entrar en la Academia Brasileña de las Letras, porque sabía que pese a sus millones de libros vendidos y de dólares ganados, a la crítica nunca había conseguido engañarla. Un crítico que lee esta frase: “¿Cómo entra la luz en una persona? Si la puerta del amor está abierta”, sólo tiene una manera digna de reaccionar: vomitando. No obstante, para vomitar aun los críticos más frugales necesitan alimentarse tres veces al día, y cuando el éxito obsceno entra por la puerta, el escrúpulo académico sale por la ventana. La vergonzosa claudicación se produjo en 2002, con los huesos de la pobre Clarice Lispector centelleando de cólera en el cementerio judío de Cajú.

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1 julio, 2013 · 15:01