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La dieta de la alcachofa

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Un hombre feliz.

Parece que a los españoles no les emociona que a don Mariano le emocione un campo de alcachofas. En cambio debería emocionarles la carta a sus padres de una bióloga molecular cuya pupila desaguaba orinocos al cierre de cada capítulo de Espinete, lo cual no le impide integrar la generación más preparada de la historia, lo cual no le impide votar a Unidos Podemos. Desde luego cada quien se emociona con lo que puede, pero entre las moléculas populistas y las alcachofas tudelanas uno considera más noble conmoverse ante las segundas. La química sentimental del gabinete del doctor Iglesias de momento ha deparado un revival de Llach y un documental de Aranoa, mientras que la agricultura mediterránea inspiró las Geórgicas de Virgilio y las odas al beatus ille de Fray Luis, a quien sin sospecharlo cita don Mariano cuando confiesa: ‘Ya me gustaría a mí vivir en el campo’. Para combatir el sobrepeso telecrático don Mariano nos propone la dieta de la alcachofa.

La diferencia entre la emoción podémica y la emoción marianista es que la primera está sostenida por la expectativa y la segunda se apoya en la realidad. En Rajoy habita ese instinto materialista de la provincia que desconfía de los ideales abstractos. Algo se ablanda dentro de él cuando acaricia la tierna cabeza de una alcachofa española que terminará en la boca de un comensal neoyorquino, viaje fabuloso que la globalización ha despojado de misterio. La bióloga podemita, en cambio, cuando sale del laboratorio se entrega a platonismos tan vagos como ‘valores’, ‘principios’, ‘ola de cambio’, ‘ilusión’ y un improbable sorpasso que la ‘I+D+i’ le va a infligir a ‘la juerga’ en España. Semejante fe en la política revela una simpleza dramática como la que ha descubierto Richard Ford en los votantes de Trump: ‘Intentaría hacer sus vidas más llevaderas, si pudiera. Les falta el consuelo de la imaginación. Y las novelas pueden aportar eso’. Claro que pueden: un adulto es precisamente alguien que distingue una novela de un programa electoral.

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17 junio, 2016 · 16:35

Qué escándalo, aquí se lee

A riesgo de que Hughes nos llame cursis, con razón, llevamos gastados 80 pavos que no tengo en libros, libros de papel, adquiridos con toda la intención escandalosa de leerlos, que sería la manera de conjurar la cursilería en favor de una elegante soledad. Reconozco que comprar libros todavía no constituye una lacra social equiparable a no tener móvil, pero todo llegará.

Viejo prematuro, uno compra libros ya sólo en librerías de lance, en los tres o cuatro paraísos analógicos y anacrónicos diseminados por mi Barrio de las Letras, donde tienen a los autores que me interesan, que son los que están muertos, normalmente asesinados o muertos por propia mano, pero en cualquier caso incapaces de aprobar el mundo actual. En los últimos días he adquirido una rareza de Borges, el vitriolo literario del maligno Alberto Guillén que me recomendó Ignacio Ruiz Quintano, los cuentos futbolísticos de Fontanarrosa que me aconsejó Gistau y un ejemplar de las Vidas de muertos de Anzoátegui con el que vengo a subrayar la antecitada necrofilia de mis anaqueles.

Borges. El ciego en su paraíso.

Borges. El ciego en su paraíso.

La Revista de Libros, que tiene la generosidad de contar con mis servicios de crítico literario -que es para lo que estudié, en puridad-, publica aquí sus recomendaciones librescas, entre las que yo propongo un ensayo contra la epidemia tertuliana y unos relatos del punzante O’Henry, por si ustedes también gustan de escandalizar al personal.

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