En la tórrida noche del 1 de agosto de 1914, todavía conmocionado por la noticia, un joven catalán se sienta a escribir la primera entrada del diario que lo convertirá en una estrella: «Hoy también hemos sabido que Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Ya no queda ninguna esperanza».
Se aloja en la buhardilla de una pensión parisina no lejos de la Sorbona, donde estudia Filosofía. Pero Agustí Calvet no será filósofo. Aunque a sus 26 años atesora una vasta formación humanística, experimenta también la pasión por la actualidad y la vocación de influencia. Su padre, tan fenicio como el de Pla, quiso que fuera notario; pero Calvet, como Pla, contestó sin reservas a la llamada de la literatura de observación: la expresión más noble del periodismo. Su nombre de guerra será Gaziel, y a los 60 años de su muerte aún brilla con fuerza en la constelación de los grandes cronistas de la Edad de Plata, que no solo iba a dar poetas o dramaturgos o pensadores: Pla, Chaves, Camba, Ruano, Fernández Flórez, Xammar, Barga o Assía. Todos maestros en el arte liberal de la distancia justa.
Querido Pablo. Ha pasado el tiempo pero no te hemos olvidado. ¿Cómo podríamos? Todo lo que vemos a nuestro alrededor en esta España de ceño y piolet proclama tu autoría y lleva tu sello, el inconfundible aroma del almizcle ideológico, este olor espeso como de requisa miliciana elevada al BOE. Vivimos por fin como soñaste: en una peli polvorienta de Ken Loach, en una letra hormonal de Ska-P, en una fantasía dispépsica de Vázquez Montalbán. Y esta semana, por si hubiera cundido la desmemoria a la que el Gobierno fía sus posibilidades electorales, tomaste la decisión de personificarte en el Senado. Te hiciste presente como solías: para romper cosas y cobrarte cabelleras. Fort Apache, ya sabes. Se trataba de tumbar el decreto de Yolanda, ese error lacerante cubierto de laca que salió de tu índice.
Muchos son los llamados pero Bellingham es un escogido. Una improbable combinación de genes seleccionados por la alquimia del mestizaje entregó la talla, la habilidad, la inteligencia. Una esmerada educación aportó la voluntad de perfeccionamiento que reclama la élite. Y un dios caprichoso coronó la obra con el don de la gracia en el arte de matar: esa aérea facultad de extender su dominio por el campo antes de cernirse y caer inexorable sobre la zona de máximo peligro. Como aquel otro hermoso ejemplar de su estirpe, Jude flota como la mariposa y pica como la abeja.
Me dices que quieres ser columnista y me preguntas qué tienes que hacer para ver tus columnas publicadas en un periódico importante. Cuál es el camino más corto, seguro y directo para que tu firma alcance renombre, para que incluso -poniéndonos verdaderamente risueños- puedas un día vivir de ejercer el oficio de columnista. Te agradezco que acudas a mí, porque eso significa que crees que puedo ayudarte, y ayudarte no en un sentido puramente material -facilitándote contactos, recomendándote a alguien, abriéndote las páginas de mi propio periódico- sino espiritual. Es decir, crees que puedo transmitirte algunos conocimientos, experiencias y trucos del oficio que te sirvan para recorrer el angustioso trecho que separa tu vocación de su cumplimiento. O sea, tus textos de sus potenciales lectores.
Hubo un tiempo en que la autoridad para dar consejos la concedía la edad. Hoy el columnismo es un oficio cada vez más joven y cada vez más concurrido y cada vez más precario, y es precario porque está muy concurrido por gente muy joven: se trata de una ley elemental en cualquier mercado -también el de la lectura- que no necesitas que te explique. España ha sido un país fértil en columnistas; en general, ha sido fértil en solistas de cualquier disciplina: se nos ha dado mejor el quijotismo que la industria. Y en la Transición, como en la Segunda República, gozaron de una particular relevancia, razón de que estén tardando en jubilarse algo más de lo recomendable. Todavía se tiene a gala decir de Fulanito que murió con la pluma en la mano y habiendo enviado puntualmente la columna del día (escrita seguramente por su viuda): qué necesidad. Esta actitud correosa, de la que parecen excluidas las generaciones menos pugnaces (por más libres) que han venido después, creó un tapón gremial que empezamos a romper los nacidos en los años ochenta. Tal es la causa de que a los de mi quinta aún se les llame «jóvenes columnistas». Pero lo cierto es que voy a cumplir cuarenta años y que publiqué mi primera columna a los veinte; se titulaba Lógica y ola de frío, salió en un modestísimo periódico local de Madrid y estaba atestada de citas filosóficas y de otros vicios retóricos que quizá pueda ayudarte a conjurar. A la experiencia de dos décadas haciendo columnas me acojo para ello.
He mencionado la Transición. Y alguien podría pensar -tú mismo, sin ir más lejos- que vincular la Transición, o la República, o cualquier otro periodo políticamente connotado al desempeño del columnismo sugiere que no se puede ejercer el oficio de la opinión en prensa sin opinar de política. Pues bien, eso es exactamente lo que trataba de sugerir. ¿Significa eso que la nota costumbrista o el arrebato lírico o la crónica cultural más o menos camuflada o el calentón futbolero o la cómica vicisitud de una divorciada letraherida o la plegaria de gratitud por un atardecer familiar en la sierra no tienen cabida en una columna de periódico? Yo no he dicho tal cosa. Lo que intento decir es que un columnista de prensa ha de ser en primer lugar un observador de la vida pública del país; si su circunstancia personal le ayuda a formarse una opinión sobre la marcha de la polis, de la comunidad en la que el columnista vive, bienvenidos sean su uso y su abuso. Pero no debes olvidar, si realmente quieres dedicarte a este oficio, que el columnista es un espectador privilegiado, porque además de ver goza del privilegio de hacer oír su voz con el aval de un medio de comunicación. Los columnistas ombliguistas pueden atesorar mucho talento y toda la vis humorística del mundo y un pulso conmovedor para el boceto de las nimiedades cotidianas, pero ni dominan ni duran en este negocio; o duran por la respiración asistida del patrón ideológico o empresarial, nunca por el favor del público. Y está bien que no duren, porque han traicionado el pacto social con el lector, que lo mínimo que espera de un columnista es que se moje un poco.
Intelectuales y patriotas
¿Significa eso que tienes que convertirte en un intelectual? Bueno, a estas alturas parece imposible rescatar esa palabra del barro donde la hundieron a pachas los propios intelectuales por un lado y los populistas por el otro. Pero si tu voz no aspira a la influencia, una influencia real y mensurable que provoque adhesiones y amenazas, entonces es mejor que te dediques al posteo de estados de ánimo en tu red social favorita. Y por cierto, no confundas la influencia con el poder. El poder, en columnismo, es un atributo que solo fascina a los mediocres que persiguen el cohecho o a los resentidos que claman venganza, y un buen columnista no puede ser ni una cosa ni la otra. En cambio desearás la influencia, no ya por vanidad -en todo caso un motivo más sano que la ideología- sino porque te preocupa en alguna medida la deriva de tu país, ese solar centenario donde viven y mueren tus conciudadanos. A esa preocupación la llamábamos antiguamente patriotismo, si esa palabra no yaciera en el mismo barro que ahoga a los genuinos intelectuales por culpa de los mismos verdugos. Un columnista, sí, es un patriota. No lo olvides.
Tu segunda patria es tu lector. Él es el que manda. Y es el único que debe mandar. Pero al mismo tiempo es el último al que debes someterte, precisamente porque tu sumisión lo alejaría de ti. Antes deberás conquistar el derecho a ser escuchado. Lo harás con mucho tesón, con una vocación indeclinable y con una medida de fortuna. Sabrás que lo has conquistado porque el lector te buscará. Pero no te buscará para corroborar sus convicciones, como repiten tantos simples, sino para confrontar sus convicciones con las tuyas, porque las tuyas le importan. Si sale reforzado de la lectura, genial; si sale contrariado seguirá buscándote, porque te reconoce una secreta autoridad, un magisterio constante. El día que pierdas esa autoridad porque sospeche que escribes para reafirmar sus tesis y no para aquilatarlas, te abandonará.
Sé versátil. Y si no te sientes seguro fuera de lo que te funciona, entonces lee, ensaya y soporta la crítica hasta que ganes una nueva seguridad. Cuando era más joven contraje una malsana pasión por la taxonomía, por los podios y por las hogueras purificadoras de la censura: esto es columnismo, esto no lo es. Hoy sé que el auténtico talento no consiste en tener una marcada personalidad sino en tenerlas todas. O al menos en reunir el mayor número posible de personalidades columnísticas. No se trata de que digan de tu estilo que es inconfundible, sino que es inapresable. Que nadie lo puede etiquetar -fuera de la mala fe- porque verdaderamente ya eres capaz de escribir con sistemática elegancia de cualquier cosa. El genio es maniático, inmanente, pesadamente unívoco. El genio fue un oscuro invento de los románticos para curarse su rencor contra la luz, y como todos los inventos de los románticos termina en el crimen. El talento, noción clásica, indaga en la variedad para establecer lo canónico. Se adapta, imita, crece, muta, se supera. Pocos tienen una voz reconocible, y estos están bien; pero muy pocos pueden brillar en el empleo de cualquier tono y cualquier tema, y estos están mejor. Si quieres ser columnista tu dios no es Dionisos sino Apolo. Sé claro, sé fuerte, sé bello; inténtalo al menos, muchacho. Deja el morbo para los que ignoran la etimología de lo morboso, que significa enfermo.
El columnista de talento es capaz de combinar la observación atenta con la imaginación atrevida. Solo con observación serás aburrido; solo con imaginación serás irrelevante. Hay buenos columnistas y hay grandes columnistas, y doy por hecho que tú quieres ser de los segundos. En tal caso debes comprender que el buen columnista puede amar intensamente pero siempre en la misma postura; el gran columnista es poliamoroso, polimórfico y polivalente. Está el buen columnista umbraliano, el buen columnista irónico, el buen columnista político, el buen columnista activista, incluso el buen columnista cursi que nos mete algo en el ojo y nunca lo reconoceremos. Pero el gran columnista puede ser todos ellos en días sucesivos sin traicionar ni sus ideas ni su estilo. Es un pintor de paleta amplia, sobresaliente en el retrato, en el bodeguón, en la pintura histórica, en el paisaje impresionista y hasta en la miniatura flamenca. No es fácil, naturalmente, como no es fácil ser un novelista de mérito: debes saber que también el columnista trabaja con la fantasía -el enfoque novedoso, la premisa diferente, el personaje perfilado a partir del detalle revelador-, aunque su texto siempre despega y aterriza en la pista de la actualidad.
Mirada y estilo
Te he dicho alguna vez que el columnista es mirada y estilo, y sigo pensándolo. Ambas facultades se pueden entrenar, porque no son otra cosa que el pensar (inventio) y el decir (elocutio) de la oratoria clásica. Pero siento comunicarte que no hay recetas mágicas para el pensar incisivo ni para el decir original. Seguramente un cierta predisposición genética a la expresividad verbal resulta imprescindible, pero el resto se va adquiriendo con años de masticación lectora, libros que van regando el sedimento interior que distingue a esos tipos que los burgueses llamaban hombres de espíritu. Ahí se forma el terreno del que brotan las columnas. Cuando dices de alguien, sin ocultar tu admiración, que le salen las buenas columnas como churros, párate a considerar que para llegar a esa facilidad ha tenido que leer mucho y vivir lo suficiente.
Y vivir, en columnismo, obliga a conocer de primera mano la materia de la que se escribe. Escribir de los políticos sin conocerlos no te hace más independiente sino más ciego. También debes saber que acercarte demasiado pondrá en peligro tu independencia -y por tanto el respeto de tu lector-, y no por temor a una represalia sino por la chispa del afecto o por el fuego de la inquina. Procura que esa llama esté apagada cuando te sientes a escribir; a veces naufragarás por exceso de cercanía y otras por exceso de distancia, pero al menos sé consciente de que naufragaste en aquel texto y contra qué arrecife, para poder corregir el rumbo en la siguiente columna. Y recuerda que no tiene ningún mérito la independencia cuando de ella no se deriva la posibilidad de que el interpelado por tu crítica pueda encontrarte, llamarte o rebatirte. Ese coraje mejorará tu estilo, porque le añadirá la responsabilidad de la que carecen los infinitos cobardes vestidos de valientes que pueblan la mecanografía del falso columnismo.
En cuanto a la forma, que tanto importa a los mitómanos del género, no tengo muchos consejos que darte porque efectivamente el estilo es el hombre, o la mujer. Y cuando no lo es significa que estás estafando al lector, y por tanto debes dedicarte a los monólogos o a los guiones baratos. Tu personalidad está en los giros que escoges, en los adjetivos que descartas y en la sintaxis que ordena tus ideas para fijarlas en frases eficaces y sinceras, sean cortas y copulativas o largas y subordinadas. Aprende que la prosa estriba en el sustantivo y toma la fuerza del verbo, y que escribir pensando en el adjetivo es como cocinar un filete con sacarina; el adjetivo es el postre de la columna, pero al lector primero hay que nutrirle.
Y por el amor de Dios, rellena de cera tus oídos antes de escuchar los cantos de sirena de la música que sofoca la letra. Guárdate de la sonaja de los fonemas, de los ruedines de las metáforas gastadas y del sabor exótico del término que urraqueaste por ahí. Esto no es Instagram, muchacho: esto es tu cerebro sin filtros. Cuando descubras la potencia sin igual de la idea, dejarás de preocuparte por el modo de expresarla. Domina el lenguaje, tiranízalo para que vaya por donde dictan tu pensamiento y tu sensibilidad; si por el contrario te dejas llevar por él acabarás solo, marginado en un rincón de la fiesta, preguntándote por qué nadie aprecia los campanudos ecos de tu voz de odre vacío.
Respeta a los maestros pero no les rindas vasallaje. Escribe como si te estuvieran mirando por encima del hombro, pero no precisamente para agradarles. Los maestros auténticos esperan con resignación que los iguales, y no los igualarás escribiendo lo mismo que ellos solo que después. Piensa en el maestro venerado hasta pulsar la primera tecla; ni se te ocurra hacerlo después. Y cuando termines, asume sus correcciones con humildad. Porque ellos pasaron por donde tú estás pasando y llegaron adonde tú ansías llegar.
No confundas la subjetividad con la ecuanimidad. La subjetividad no te incumbe, como no te incumbe un planeta en que las sillas vuelen y los árboles hundan su copa en el suelo y enseñen sus raíces. La tierra es el reino de la gravedad y el columnismo es el reino de la subjetividad. Se trata de convertirte en un sujeto interesante, alguien cuyas subjetividades interesen. Para eso es importante que te esfuerces por conquistar el grado más alto de ecuanimidad a tu alcance. Serás de izquierdas o serás de derechas o serás mediopensionista, pero merece la pena que te esfuerces por ser ecuánime en tus textos. Ecuánime es aquel que sabe reconocer el acierto del adversario y el error del afín sin abandonar por ello la lealtad a sus principios. Una lealtad, por cierto, siempre condicionada al resultado de su contraste con los hechos: el que muere pensando lo mismo que pensaba a los veinte años entrega a la tierra un cerebro sin desprecintar.
Verdad y belleza
Te daré un consejo para estos tiempos de censura y autocensura, de inquisidores y ofendidos, de presiones horizontales y linchamientos digitales. Cuando te ocurra a ti -y hoy a todo columnista decente tiene que ocurrirle- no cambies. Quieto ahí. Las heridas se lamen en casa, no en el folio. Niégate a la bajeza del pensamiento posicional por mucho que queme la llaga de un mal lance. Nunca opines algo simplemente para no coincidir con el otro, no escribas pasando a pasiva los posicionamientos activos del adversario o incluso del camarada. Tampoco lleves la contraria por llevarla, por mucho que te harten los lugares comunes o te canse tu propio bando. Sucede que a veces los tópicos dicen la verdad, incluso a veces la dicen los de tu propio bando, y tu misión consiste siempre en servir a la verdad; a tu verdad, al menos. Lo de epatar al burgués déjaselo a Baudelaire y a los payasos de las redes.
Grábate esto a sangre y fuego, joven español: el izquierdista y el derechista persiguen igualmente un mundo más justo, solo que por procedimientos diferentes. Es lógico que al izquierdista le parezcan injustos los procedimientos del derechista y es lógico que al derechista le parezca injustos los del izquierdista. Ese conflicto se llama democracia. Pero si eres conservador y solo ves rojos deseosos de pegar fuego a la patria y a la familia; o si te llamas progresista y solo ves fachas explotando al pueblo en general o a tu colectivo en particular, en ambos casos debes dejar de escribir columnas creyendo que le importarán a alguien ajeno a tu tribu. Lo tuyo es el activismo.
Es posible que nada de esto se consiga siendo demasiado joven, pero estoy bastante seguro de que se pierde siendo demasiado viejo, así que no te desanimes. Es un oficio hermoso, de honda y singular raigambre española, y merece una continuidad en este mundo. Piensa que por muy mal que esté -siempre estuvo mal-, por mucho que la revolución tecnológica amenace con reducirnos a la afasia y al emoticono, dudo que se encuentre una alternativa tan rica y sutil y poderosa como las palabras para designar los miedos y las esperanzas de los hombres. Así que si de verdad sabes usarlas, por mucha competencia novel o veterana a la que te enfrentes podrás ganarte la vida. Encontrarás tu lugar en la honrosa cadena del columnismo patrio.
Es un oficio ético, porque no escribirás bien si no te anima un propósito honesto de mejora propia y ajena. Y es un oficio estético, porque en los mejores momentos sentirás que te has sentado por un día a la derecha de los poetas y de los novelistas. A la mañana siguiente, por supuesto, ellos seguirán sentados allí arriba y tú deberás empezar de nuevo aquí abajo. De las rentas viven los dinosaurios y los griegos. Un columnista vale lo que vale su último artículo: no lo olvides. Tu mejor columna está por escribir. Siempre.
No te conformes jamás. Si eres realmente bueno no tolerarás la relectura de tus textos más aplaudidos. Habrás aprendido a localizar en pocos segundos los puntos donde cargaste la mano del efectismo. Podrás desmontar rápidamente el reloj de la columna más redonda y constatar que habrías podrido montarla mejor con un poco más de trabajo. La columna, tal como yo la entiendo, no es un desahogo subjetivo ni una mera reflexión con propósito de influencia: es un arte. Como cualquier arte exige una técnica y persigue la belleza. La belleza de la verdad y secundariamente la belleza de las palabras. A los artistas más dotados parece nacerles la página con envidiable fluidez, pero se trata de una destreza engañosa, de una laboriosa sencillez. Hace falta la vida entera de un gran columnista hasta el instante exacto en que logra parir en cuarenta y cinco minutos una gran columna. Y ese mismo maestro conoce días de sequedad mental en que suda dos horas y media para cursar un folio de puro aliño. En esta incertidumbre reside la pequeñez y la grandeza de mi oficio.
Dios quiera que lo descubras por ti mismo. Porque significará que habrás llegado, querido amigo.
Este ensayo forma parte del libro GeneraciónNegroni (Harper Collins) publicado en noviembre de 2023 como tributo colectivo a David Gistau, maestro de columnistas.
Puedo escribir las columnas más tristes cada noche sobre la cancelación de cada día. Esta semana le tocó a Valcárcel por su exceso de fe en la biología, a Borrell por su odio neocolonial a la selva y a Summers por anunciar que va a vengarse de ese marica llenándole el cuello de polvos picapica. La semana que viene habrá carne nueva ardiendo en la hoguera de las vanidades éticas de las redes, donde toda mente literal tiene su asiento y toda ofensa exagerada hace su habitación. Y su discreto negocio: concernidos postulantes a cargo, puesto o subvención.
Escribe Elvira Roca Barea (Málaga, 1966) que «España es un ratón que arrastra la piel de un elefante». Una nación excepcional por el empeño inducido en su propia excepcionalidad. Va por 39 ediciones de Imperiofobia, mucho más que un ensayo contra la leyenda negra: un nuevo paradigma historiográfico. Su éxito, con más de 150.000 ejemplares vendidos y una nueva edición ampliada, es imposible de perdonar en España.
Los imperios engendran por igual odios y adhesiones, igual que los éxitos editoriales. ¿Cómo lleva usted todo lo que ha generado Imperiofobia?
El ataque de cuernos que les ha dado a unos cuantos catedráticos es un fenómeno muy comprensible. El mundo académico está acostumbrado a unos cuantos machos alfa que gobiernan los territorios que consideran de su exclusiva competencia, y en el momento en que aparece un verso suelto, una maestra de pueblo sin permiso de nadie, reaccionan como lo que son: unos carcas y unos acomplejados. Todo el mundo sabe el enorme poder que tienen en su cortijo, y se han sentido muy ofendidos por una outsider que incursiona en su territorio sin pagar peajes. Eso te da muchísima libertad, pero también supone estar expuesto. Yo estoy dispuesta a pagar cualquier precio por la libertad.
Anita termina el ejercicio, pero la sonrisa se hiela en el rostro atento de su entrenadora. Algo no va bien. Parece que no se mueve, que se está hundiendo, su cuerpo rígido desciende suavemente, una gravedad letal lo reclama. No hay duda de que Anita Álvarez está cayendo, parece un ánade baleado en pleno vuelo sobre un estanque. Se va a ahogar. La entrenadora grita a los socorristas, pero los socorristas no reaccionan. Son piezas mecánicas en el engranaje de un protocolo que rara vez se aplica y que solo puede activar la señal del árbitro. Los reglamentarios cerebros del árbitro y de los socorristas no están programados para decidir sino para transportar las órdenes de otro, siempre de otro, pero a Anita se le acaba el tiempo.
A los criados en los 80 el empoderamiento femenino nos lo explicaron la Sarah Connor de Terminator o la teniente Ripley de Alien. Uno no se imaginaba a ninguna aduciendo dolores menstruales ante la recortada del cyborg o las fauces del alienígena: la idea más bien era quela mujer podía defender papeles de hombre con tanta o mayor solvencia, incluso con tanta o mayor violencia. Uno lo tuvo claro desde niño. Por eso cuando años después el tópico de la desorientación masculina empezó a infestar las revistas para la mujer, nunca entendí bien a qué hombres se referían. ¿A especímenes rústicos, sin televisión, supervivientes de siglos patriarcales que se consideraban deshonrados al contacto con los azulejos de la cocina y no concebían a la hembra fuera del lavadero o el cuarto de costura? Si tales varones existían, el simple paso del tiempo los civilizaría inexorablemente o bien los extinguiría sin más, me dije.