
Para él todos éramos grandísimos, pero el único grande era él. Hay que serlo para sentir la roedura minuciosa del cáncer y que tu única preocupación sea adelantar el máximo número de entregas de tu sección. Como si morirse fuera una faena, en efecto, pero no tanto para ti mismo como para tu empleador. «Grandísimo Naranjo, no sé cuántos días me quedan, pero ahí te mando las claves económicas de esta semana». Hay que ser muy grande para encontrarte subido al cadalso de la metástasis y desde allí arriba, donde acaba el horizonte, en vez de compadecerte y maldecir tu sombra ponerte a repasar la prensa salmón y grabar con un gotero de voz tu análisis sobre el riesgo de inflación en la zona euro. Pero qué inflación podía importarte, profesor, si sabías que sabíamos que te estabas muriendo.