Archivo mensual: septiembre 2013

Cortina de agua para tapar a Bárcenas

Cuando este cronista abrió la puerta de la tribuna de prensa, un pequeño niágara bajaba por los tiros de Tejero y se filtraba hasta las cabezas de los diputados de Izquierda Unida. ¿Un baño de realismo o una cortina de agua para evitar que se hablara de Bárcenas?

Las metáforas se precipitaban de la boca de políticos y periodistas en la primera sesión de control del curso político, en cuyo orden del día no figuraba en absoluto el Plan Hidrológico Nacional. Lo que sí estaba programado era la visita de una delegación de taiwaneses que desde la tribuna de invitados disparaban como locos el flash de sus móviles a la catarata parlamentaria, desconcertados por los originales ritos de las democracias meridionales. Como a simple vista un taiwanés resulta indistinguible de un japonés, todo fueron comentarios sobre la justificada concesión de los Juegos a Tokio a la vista de nuestro agrietado andamiaje institucional, pese a que los andamios llevan meses rodeando el Congreso. Se conoce que se han centrado tanto en vallar los exteriores frente a los quincemistas que se ha descuidado el calafateado de la techumbre. Lo cierto es que la catarata parlamentaria resultaba mucho más aparatosa que las fugas de Fukushima, y en cuanto a radiactividad, tratándose de lluvia madrileña, tampoco creemos que exista mucha diferencia. A esta hora los amigos de Facebook de los taiwaneses se explican perfectamente que la película más taquillera del cine español sea Lo imposible.

–Son sólo unos hilillos –razonaba malicioso Llamazares mirando a Rajoy y refugiándose en el centro del hemiciclo, adonde no alcanzaba el aguacero.
–Esto pasa por gastarse todo el dinero en Bale –apuntaba otro.
–Vayamos al Senado, y así acreditamos su utilidad –se propuso.
–Menos mal que la gotera no está encima de Rosa Díez. Ya veía venir una diatriba contra el ahogo al que nos aboca el bipartidismo –aventuré yo.

El caso es que Posada adujo riesgo de cortocircuito (dejemos las metáforas) para suspender la sesión hasta las diez, que luego resultó ser las diez y pico. Nos refugiamos en el Manolo a encadenar cafés constatando que en días como hoy la crónica de color se impone claramente a la de información pura. Lo demostró la delegación taiwanesa: para cuando se reanudó la matinal, los charlies se habían marchado. “Para asistir a fenómenos monzónicos nos quedamos en casa”, pensarían.

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11 septiembre, 2013 · 18:56

Aaron Sorkin o la arrogancia intelectual

¡Sorkin también besa!

¡Sorkin también besa!

Si pensamos en un guionista que haya elevado el tradicionalmente oscuro prestigio de su gremio al rango deslumbrante del icono pop, ese tipo es Aaron Sorkin (Nueva York, 1961). Sorkin, que se llama Aaron Benjamin Sorkin y tiene toda la pinta de ser judío, encarna al guionista genial por antonomasia de Hollywood y de la floreciente industria de las series en general, con todas las admiraciones cerradas y odios ciegos que eso conlleva. Del mismo modo que Clooney es el galán maduro por excelencia o la Streep la actriz talentosa por defecto, los guiones inteligentes a Sorkin se le presuponen. Es conocido principalmente por tres gestas narrativas: el guión de Algunos hombres buenos, las cuatro primeras temporadas de El ala oeste de la Casa Blanca y el oscarizado argumento de La red social. Su cosecha no exenta de bluffs sigue arrojando un saldo desmedidamente positivo a ojos de crítica y público. El cerebro de Sorkin empieza a citarse ya como una maravilla americana que sumar al Gran Cañón o que añadir al Monte Rushmore.

¿Es la cosa para tanto? Veamos. Sorkin yo creo que ilustra bien la nunca bien ponderada diferencia entre talento y genio. El talento es un grado superior de maestría que se tiene de forma natural, una facilidad especial para hacer algo bien. Se puede perfeccionar con disciplina. El genio tampoco se adquiere, pero no resulta perfectible, y más que una facilidad es una desviación espiritual no siempre tortuosa que fuerza a su propietario a irrumpir en una disciplina y a practicarla de un modo radicalmente diferente en virtud de un sentido propio y novedoso. Lynch es un genio. Sorkin es un talento. El progreso del arte debe más al primero que al segundo, pero es muy posible que el talento lleve la felicidad a más personas que el genio. Las tramas de Sorkin se ensamblan con la fluidez de una artesanía pulida sobre el armazón de premisas argumentales siempre verosímiles y crepitan al ritmo constante de la garlopa aguda del diálogo ingenioso, medido, depurado de viruta. La carpintería narrativa de Sorkin nos arma muebles perfectamente resueltos, armoniosos, en los que brilla la impronta olorosa de la inteligencia. (Es que he estado de mudanza).

Sorkin es brillante, pero es demasiado brillante. Este es el problema de nuestro talentoso guionista, entregado sin remedio a la frialdad de la razón. Los actores cuidadosamente escogidos de sus producciones se esfuerzan por vestir con carne de empatía el soberbio esqueleto del guión, pero al espectador nunca se le acaba de borrar la impresión de haber asistido a una danza tan perfecta como gélida. A un ballet ruso. Uno echa de menos al cisne negro que aporte algo de incontrolada sordidez a la historia. Sorkin es el empollón de la clase, pero de una clase de Sócrates que comparte con Alcibíades y Platón, y a su inteligencia demiúrgica le concedemos tanta admiración como desprecio a su compañía en el recreo.

Supongo que se lo habrán dicho muchas veces. Los productores le habrán pedido algo más de carnaza, de pasión, de sexo si tiramos la casa por la ventana. Y él se habrá escandalizado y buscado inmediatamente a otro productor que consienta su exquisitez progresista, encontrándolo enseguida porque para eso es el listo de la clase y el mimado de la industria. A Sorkin los sentimientos –como a Arcadi Espada– le parecen una frivolidad, y es posible que tenga razón, pero no debería perder de vista que los sentimientos son lo único que importa en la vida de la mayoría de seres humanos que pueblan el planeta, o al menos entre los que habitan el primer mundo, pues los del tercero están demasiado ocupados buscando comida como para identificarse con los desamores que se cura con batidos de arándanos una joven ejecutiva del Upper East Side. Es el tipo de temática sobre la que Sorkin jamás se explayará, y eso que le agradecemos, pero tampoco estaría de más que sus personajes, de vez en cuando, se den un beso con alguna gana, fingiendo por un instante que son mamíferos cabales y no sofistas atenienses en perpetua justa dialéctica.

Paul Johnson hizo que su clásico ensayo Intelectuales orbitara en torno a la decepcionante verdad de que en demasiadas ocasiones –desde luego nubarrón habitual en muchas de las cumbres más altas de la literatura y el arte– el intelectual que ama apasionadamente a la humanidad, ofreciendo los mejores frutos de su cerebro al fomento de la convivencia y a la denuncia de la crueldad, es el primero en maltratar al prójimo en particular. Aman la Idea de la Solidaridad Multirracial e Interclasista y lloran de bruces ante la imagen de la Humanidad Doliente, pero recluyen a su padre en el asilo o zurran a su esposa o dan a sus bastardos a la inclusa, tipo Rousseau, que sería el fundador de esta calaña de intelectual moderno, escindido entre su fe y sus obras. Los dramas de Brecht claman una apasionada defensa marxiana de los desheredados, pero el trato que Brecht dispensaba a las actrices compone un escalofriante muestrario de vejaciones y abandonos sin conciencia. Como el dramaturgo alemán hay miles de casos. Sorkin saltó a los periódicos cuando en plena fiesta de celebración por la firma de una segunda temporada de The Newsroom, despidió al equipo de guionistas al completo, como refiere Luis Rivas en la sagaz crítica de El ala oeste publicada en esta misma revista.

En descargo de Sorkin hay que reconocer que él es el primero en ser consciente de su arrogancia intelectual, de su incapacidad para la empatía. Se advierte en algunos de sus álter ego de ficción. Ese Josh Lyman de El ala oeste, el mejor personaje de la serie, es el asesor superdotado –y bien consciente de ello– que despide y contrata personal con la misma (in)sensibilidad y cuya vida personal ha sido sacrificada gustosamente en el altar sagrado de la política demócrata; pero cuenta con una némesis amorosa, Donna Moss, cuya frustración refleja el daño que la justicia ejercida sin caridad inflige al entorno. Tan soberbio como Lyman es Will McAvoy, el quijotesco editor y presentador de The Newsroom, al que su equipo no vacila en calificar de “cabrón” en encuesta popular a cargo de su productora ejecutiva.

Pero la conciencia de su altivez no la vuelve más llevadera, sobre todo porque no se atisba propósito de enmienda alguno. Sorkin está encantado de ser como es, de lo cual nos convence ese entrañable bronceado Zaplana que gasta en las alfombras rojas y que identifica pronto al narcisista enfermizo; pero sobre todo está encantado de haber encontrado la verdad, situada en el extremo centro, en la formación sublime de ese demócrata seráfico que es el presidente Bartlet o de ese republicano moderado igualmente inviable que es McAvoy. Sorkin no es demócrata ni republicano sino liberal, en el sentido americano, que viene a equivaler a progre en el sentido europeo. Y desde luego piensa que su liberalismo contiene la solución a los problemas del mundo, aunque este, terco y oscuro, se niega a escuchar la sapiencia escupida en aforismos vertiginosos por sus personajes. No es que Sorkin crea en la superioridad moral progresista: es que le saca brillo cada día. Si David Chase (Los Soprano) y Matthew Weiner (Mad Men) alcanzan cotas asombrosas de verosimilitud psicológica, David Simon (The Wire) y Aaron Sorkin prefieren no privarse de su ideología –izquierdista en el primer caso, pijiprogre en el segundo– y diluirla en las situaciones, en los diálogos sutilmente catequéticos y en las conclusiones ya condicionadas de los episodios.

Sin embargo hay que ser justos: hablamos de un guionista de cine y tele. Su voluntad de confundir opinión y panacea, ese estirado maniqueísmo que tanto simplificaría la consecución de la paz mundial y el pleno empleo, no deja de estar al servicio de un producto de entretenimiento, sometido además al dictamen del share por su costosa financiación. A Sorkin le gustaría enseñar (adoctrinar, si quieren), pero le interesa sobre todo entretener. Y esa apuesta clásica por el docere et delectare –ejecutada con maestría y sin vulgaridad­– entronca con la función más noble de la ficción desde tiempos de Horacio.

(Publicado en Suma Cultural, 11 de septiembre de 2013)

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Mas y Junqueras: la quijada contra el párpado

Hace mucho que no escribimos de Artur Mas y al hombre se le nota. ¡Un año ya desde aquella entrada triunfal en el desayuno informativo del Ritz, cuando anunció que le cabía el Estado propio en la cabeza –en la quijada, concretamente– y el todo Madrid le abrió paso entre murmullos de plebe deslumbrada mientras los plumillas aprovechábamos para engullir cruasanes! Aquel Mas era verdaderamente un caballero de saga artúrica que había roto el tópico catayufo del me voy pero me quedo para dejarlo llanamente en el me voy, inaugurando una claridad secesionista desconocida en CiU que no quedó sin la respuesta admirativa de Madrid, porque en Madrid se admiran siempre los cojones, sean de torero o de césar visionario. Y sin embargo la testiculina patriótica de Mas ha venido a menos, su propietario ha perdido pelo, a sus gafas afloran manchas ahumadas como de poeta místico pobretón –un José Ángel Valente subtitulado– y su otrora poderosa quijada apenas acierta a descolgarse en sonrisas de pergamino ante la cercanía intimidatoria de Oriol Junqueras.

El guerrero cuatribarrado comparece exhausto antes de que empiece la batalla. Incluso el patriarca Pujol parece más animoso que el delfín, desatando en sus apariciones un chisporroteo de visajes, una epilepsia facial, un balbuceo acalambrado que nadie entiende y todos le aplauden. Se ha sabido que, ojeroso, viajó Artur recientemente a Madrid en carromato incógnito para pactar una tregua con el señor feudal que según el mito oprime sus tierras y según los hechos las presupuesta y financia. Volvería meditabundo a Cataluña el president, revolviendo en su cerebro esquizoide la manera de postergar la dichosa consulta a cambio de seguir cobrando el dinero del opresor, que será del opresor pero sigue sirviendo para comprar cosas. Y fue llegar, musitar que ya si eso en 2016 y cerrarse la ruda mano de mesonero de Oriol en torno a su entrepierna secuestrada.

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10 septiembre, 2013 · 17:52

La inquietante saga/fuga de Lucía Etxebarria

Lucía Etxebarria se ha ido de España para curarse el “estrés reactivo” que le causó su fallida participación en un reality televisivo a razón de 6.000 euros semanales. Sólo duró once días en el campamento catódico, por lo que no pudo reunir el montante previsto para saldar sus deudas con Hacienda. ¿En qué se ha gastado Lucía Etxebarria el dinero del Premio Primavera (2001) y del Premio Planeta (2004), dos de los galardones mejor dotados en lengua castellana? Desde luego no en impuestos, y calculamos que sólo una parte en su confesada colección de juguetes sexuales de color rosa; lo que desde luego no podemos conjeturar es en qué ha gastado el prestigio literario que solía conllevar el Premio Nadal hasta que un jurado decidió otorgárselo a ella en 1998, porque esa clase de capital estético nunca la tuvo. Uno sólo puede dilapidar lo que es suyo.

Cuando la literatura llora, los realities sonríen.

Cuando la literatura llora, los realities sonríen.

No vamos a descubrir ahora el modo desesperado en que el mundo editorial lleva años tratando de seguir ganando dinero con la venta de un producto de ocio tan exigente –comparado con el visionado de realities, por ejemplo– como un libro, lo escriba quien lo escriba. Etxebarria no es peor escritora que el promedio de entradas recientes en el catálogo filisteo de Planeta. Sometida al estrés reactivo de su propia moda –un feminismo entre peludo y ninfático que lo petó a finales de los noventa y durante el primer lustro del siglo–, nuestra autora cayó en la obsequiosidad suicida (¡y homicida… para el lector!) del libro por año, y claro. Dado que no fue bendecida con la imaginación de Balzac acabó incurriendo en feas técnicas de intertextualidad que se terminaban dirimiendo en los tribunales y mantenían su nombre en el dudoso candelero de la fama extraliteraria. De modo que a nadie extrañó demasiado que su destino torciera finalmente por el afán recaudatorio de fichar por un reality, donde sobrevive el más apto, es decir, el elemento más nostálgico del estadio primate de la especie. Pese a su cacareada apostasía de la depilación –“¡Y ningún amante me ha echado nunca de una cama!”–, Lucía sigue siendo propietaria de un cerebro demasiado sofisticado para la televisión, aunque ya hemos visto que no lo suficiente para la literatura. Y como esa tierra de nadie no es hábitat cómodo ni para alguien tan singular como ella se proclama, ahora tenemos a Lucía Etxebarria (Valencia, 1966) en un balneario indeterminado del planeta recuperándose de los insultos de las chonis y los canis, que son las manolas y los chisperos de nuestra posmodernidad.

Lo fácil en todo caso es cargar contra la Etxebarria, como cargar contra la Cecilia del Ecce Homo. De Cecilia ya me ocuparé en otra ocasión, pero ahora me interesa la trayectoria de la autora de Amor, curiosidad, prozac y dudas como heraldo acelerado de un designio funesto que se cierne sobre el enterizo gremio de los escritores. Uno se hartó en su adolescencia de oír el cuento de Pedro y el lobo, la fábula preferida del tertuliano español, así que hace tiempo que dejó de practicar la jeremiada preventiva. Pero una cosa es eso y otra no ver que el propio oficio del escritor se antoja tan amenazado de extinción como el de impresor de periódicos o el de fabricante de cd’s. Y en este caso no se trata de una crisis de soporte, sino de una crisis epistemológica, un cambio de paradigma cerebral, el entierro de la concepción horaciana del docere et delectare (enseñar y deleitar) que justificaban la existencia y el cultivo de la literatura. Quizá no esté lejos el día en que el procesado de palabras deje de ser el único o primordial vehículo que el cerebro del homo sapiens encuentra para desarrollarse. Quizá lo audiovisual no acepte la convivencia con lo textual e imponga la suplencia, y los últimos letraheridos terminen vagando recluidos en una reserva distópica donde se darán al whisky de centeno y al recitado de versos. Son argumentos hace tiempo relatados por numerosos cultivadores de narrativa de anticipación. Ellos escribieron esas novelas como advertencia, pero sus entretenidas pesadillas empiezan a adquirir la inquietante tonalidad de la profecía. Un mundo feliz en el que todos los escritores, malos y buenos –sobre todo los buenos, que son los que menos lectores tienen–, deban arrojarse a campamentos televisados para disputarle a la hora del almuerzo una costilla de cerdo a una neumática peluquera adicta al Instagram.

(Revista Leer, número 245, Septiembre 2013)

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6 septiembre, 2013 · 13:44

¿Cuánto hay en Obama de Jessica Rabbit?

Dice Obama que en la piñata de pólvora sobre Siria se dirime no su credibilidad sino la de la comunidad internacional.

–No he sido yo, es el mundo el que estableció una línea roja cuando prohibió el uso de armas químicas.

A Obama le han entrado las prisas porque tiene a la Sexta Flota fondeada en el Mediterráneo en una calma chicha que desespera a los marines, que al parecer habrían agotado ya la colección de porno disponible a bordo y estarían empezando con las obras completas de Enrique Rojas, y todos sabemos lo que eso significa para la moral de la tropa en vísperas de combate. Por todo lo cual ahí tenemos al prematuro pacifista por Estocolmo emulando a Jessica Rabbit:

–Yo no soy mala; es que me han dibujado así…

Obama no es malo; es que es el comandante en jefe de la mayor superpotencia militar de la historia. Por eso cuando en un alarde de deferencia pronuncia el sintagma cursi “comunidad internacional”, sabe perfectamente que enuncia una sinécdoque de West Point. El mundo actual se divide en aliados de Estados Unidos y los demás, y estos segundos de momento no dictan las reglas. En este statu quo, ya que nos ponemos marciales, la comunidad internacional mentada por Obama no es sino el todo retórico de una parte absoluta que se llama Estados Unidos y su formidable poder militar. Lo formuló con exquisita clarividencia un filósofo cubano-americano llamado Tony Montana: “Lo único que da órdenes en esta vida son los cojones”. En esta y en todas las épocas, las normas aludidas en la más sutil cena entre diplomáticos emanan en última instancia del número de soldados armados que en esos momentos tienen desplegados los comensales. Así que si al presidente americano, por lo que sea, se le está acabando la paciencia, al mundo entero se le está acabando la paciencia, por más que en el sínodo del padre Ban Ki-moon algunos capellanes jueguen a la imitación franciscana.

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5 septiembre, 2013 · 12:52

Cómo sobrevivir a un spa

Toda experiencia iniciática merece un artículo. La muerte de un ser querido, tener un hijo o firmar un contrato de trabajo en España constituyen ritos de paso tan excepcionales que enseguida estimulan el deseo de compartir su relato. El otro día, fundidos mis prejuicios por la canícula basáltica de Madrid centro, decidí afrontar uno de los pocos ritos de paso que la vida aún me reserva: completar un circuito de spa urbano.

Existen dos teorías principales para explicar el origen del término: una remite al pueblo belga de Spa, famoso por su circuito de F-1 y unos siglos antes por el sibaritismo de sus termas romanas; la otra pretende un acrónimo de la expresión latina salus per aquam (“salud a través del agua”). El caso es que el exótico préstamo ha hecho fortuna en el habla cotidiana de las parejas de clase media, que no pueden durar si no cuentan pronto a sus amigos la experiencia recreativa de estos chapuzones entre glamurosos y papanatas, tan viejos por otro lado como los acueductos romanos y los baños árabes.

Lo que más me preocupaba de acudir a un spa, aparte del dinero, era el masaje. Por poco sentido de la propiedad privada que uno tenga, un masaje a manos de un extraño siempre comporta una intrusión más o menos violenta en lo más profundo del ser humano, que según Valéry es la piel. Del masajista no sabemos nada, no conocemos su aptitud académica ni su filiación política, ni siquiera hemos tomado una copa previa con él para romper el hielo. Uno no es precisamente Mendicutti, que ha hecho de la mariconería masajística un género estival de columna por lo demás tediosa. En el viril caso que nos ocupa, un masajista demasiado cariñoso podría incomodar a mi orgullo, y una masajista en exceso complaciente podría enfadar a mi novia. Ocurrió finalmente la hipótesis más cómica, pero dejemos que el masaje realice su función de traca final en este rito macabro.

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2 septiembre, 2013 · 17:34

Carme Chacón: conexión Villadiego

Más que un fiel cartógrafo de la mente humana, el doctor Freud de Viena fue un brillante metaforista. En una de sus intuiciones más geniales escribió que la civilización nació el día en que un homínido, en vez de enfrentarse a muerte a otro por causa de una homínida o de una cueva más confortable, se dio a la fuga. La huída como chispa de la coexistencia pacífica; el deshonor, si quieren, como premisa de sociedad. Por eso Carme Chacón, que durante su baja maternal no leía a Freud sino a Marta Robles según propia confesión, ha acreditado una gran capacidad civilizatoria poniendo el océano Atlántico entre ella y el PSOE.

Influida por la efeméride soñadora de Martin Luther King, Chacón explicó que ella en vez de un sueño tenía un proyecto, un proyecto que le chafó Rubalcaba con su insidiosa resistencia a la vida civil, ese legendario encono con que ostenta la cabeza de ratón del socialismo hispano, que efectivamente ya no es un partido sino una ratonera. Rubalcaba nos impidió por tanto asistir a la eclosión del proyecto regenerador de Carmen o Carme –según– del mismo modo que a ningún negro sesentero le habían dejado aún subirse a ese tranvía llamado igualdad. Así que Carme o Carmen –según– dijo que de momento se iba, que si la querían la dejaran irse, que marcha pero volverá como MacArthur, que quiere aprender y enseñar –según– y que ya estaba bien de soportar la mierda de partido que le legó el supervisor de nubes, del cual ella misma fue estratocúmulo favorito. O no lo dijo así pero se le entendió perfectamente.

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1 septiembre, 2013 · 19:41