
Hasta la invención del smartphone la política era un lugar razonablemente inaccesible. No solo eso: también era afortunadamente indeseable. Un pasatiempo aburrido del que se ocupaban periodistas especializados en trance de divorcio, académicos desertores del claustro, víctimas de la selección natural en las pistas de baile y aquel delegado de clase con gafotas de carey que quería seguir siéndolo de mayorcito, más la porción habitual de fanáticos y pícaros. La política atraía solo a cuñados bajo sospecha y sociópatas por diagnosticar, y gracias a eso los políticos se permitían no romper en populistas desorejados. Los portavoces parlamentarios podían incluso hacer su trabajo pensando en las necesidades reales del país a medio plazo, no en la inmediata satisfacción de los instintos tribales del espectador. Porque la atención social no estaba precisamente puesta en el trámite de enmiendas a un proyecto de ley, ni la vida política era una sesión continua de zascas telerreales seleccionados por el algoritmo para alimentar la burbuja ideológica de cada dueño de un smartphone. Se tenía confianza en que unos presupuestos terminarían aprobándose. Y quizá gracias a que nadie miraba mucho se terminaban aprobando.













