
Corren buenos tiempos para la nostalgia, para la dignidad melancólica de los miradores si nos ponemos umbralianos, y por eso sobre el cierre temporal del Café Gijón han vertido lágrimas incluso aquellos que jamás se reunieron en sus tertulias o llegaron demasiado tarde para conocer al cerillero, que se llamaba Alfonso y desvirgaba secretos al oído capaces de abreviarle la inocencia de la infancia a mi compañero Antonio Lucas.







Recuerdo con asombro cuando leí en la ‘Automoribundia’ que Ramón había dispuesto sus sábado en Pombo como acuerdo para no tener que ocuparse el resto de la semana en esos tugurillos que le recordarían a los cutres y parásitos de la generación anterior. Qué moderno era.