Emerge Julio Camba (Vilanova de Arousa, 1884-Madrid, 1962) en la historia de nuestras letras como una rareza con el mismo número de padres que de hijos: pocos o ninguno. Del gran estilo decimonónico lo emancipó pronto su rebeldía antirretórica tras algunas tentativas modernistas de adolescencia. Y discípulos no ha tenido (aunque sí voluntariosos imitadores), porque su talento es hijo de una personalidad y una época excepcionales, y permanece incólume como el mosquito en el ámbar. En esa originalidad lleva la recompensa, pues a su periodismo no le faltan lectores un siglo después de haber sido escrito. ¿Cómo es eso posible? ¿Qué mantiene a Camba vivo en lo más alto del canon del articulismo español?
La frase trae locos a todos los filósofos de la nación: «La verdad de las cosas es la realidad». Algunos se la atribuyen a Aristóteles, otros a Perón y todos a PedroSánchez, a la espera de que Irene Lozano zanje la cuestión inscribiendo la máxima en la faja de su próximo libro. Pero más allá de la autoría nos interesa ahora el significado. Procedamos a desentrañarlo con espíritu científico y sin ápice de ironía.
Me dices que quieres ser columnista y me preguntas qué tienes que hacer para ver tus columnas publicadas en un periódico importante. Cuál es el camino más corto, seguro y directo para que tu firma alcance renombre, para que incluso -poniéndonos verdaderamente risueños- puedas un día vivir de ejercer el oficio de columnista. Te agradezco que acudas a mí, porque eso significa que crees que puedo ayudarte, y ayudarte no en un sentido puramente material -facilitándote contactos, recomendándote a alguien, abriéndote las páginas de mi propio periódico- sino espiritual. Es decir, crees que puedo transmitirte algunos conocimientos, experiencias y trucos del oficio que te sirvan para recorrer el angustioso trecho que separa tu vocación de su cumplimiento. O sea, tus textos de sus potenciales lectores.
Hubo un tiempo en que la autoridad para dar consejos la concedía la edad. Hoy el columnismo es un oficio cada vez más joven y cada vez más concurrido y cada vez más precario, y es precario porque está muy concurrido por gente muy joven: se trata de una ley elemental en cualquier mercado -también el de la lectura- que no necesitas que te explique. España ha sido un país fértil en columnistas; en general, ha sido fértil en solistas de cualquier disciplina: se nos ha dado mejor el quijotismo que la industria. Y en la Transición, como en la Segunda República, gozaron de una particular relevancia, razón de que estén tardando en jubilarse algo más de lo recomendable. Todavía se tiene a gala decir de Fulanito que murió con la pluma en la mano y habiendo enviado puntualmente la columna del día (escrita seguramente por su viuda): qué necesidad. Esta actitud correosa, de la que parecen excluidas las generaciones menos pugnaces (por más libres) que han venido después, creó un tapón gremial que empezamos a romper los nacidos en los años ochenta. Tal es la causa de que a los de mi quinta aún se les llame «jóvenes columnistas». Pero lo cierto es que voy a cumplir cuarenta años y que publiqué mi primera columna a los veinte; se titulaba Lógica y ola de frío, salió en un modestísimo periódico local de Madrid y estaba atestada de citas filosóficas y de otros vicios retóricos que quizá pueda ayudarte a conjurar. A la experiencia de dos décadas haciendo columnas me acojo para ello.
He mencionado la Transición. Y alguien podría pensar -tú mismo, sin ir más lejos- que vincular la Transición, o la República, o cualquier otro periodo políticamente connotado al desempeño del columnismo sugiere que no se puede ejercer el oficio de la opinión en prensa sin opinar de política. Pues bien, eso es exactamente lo que trataba de sugerir. ¿Significa eso que la nota costumbrista o el arrebato lírico o la crónica cultural más o menos camuflada o el calentón futbolero o la cómica vicisitud de una divorciada letraherida o la plegaria de gratitud por un atardecer familiar en la sierra no tienen cabida en una columna de periódico? Yo no he dicho tal cosa. Lo que intento decir es que un columnista de prensa ha de ser en primer lugar un observador de la vida pública del país; si su circunstancia personal le ayuda a formarse una opinión sobre la marcha de la polis, de la comunidad en la que el columnista vive, bienvenidos sean su uso y su abuso. Pero no debes olvidar, si realmente quieres dedicarte a este oficio, que el columnista es un espectador privilegiado, porque además de ver goza del privilegio de hacer oír su voz con el aval de un medio de comunicación. Los columnistas ombliguistas pueden atesorar mucho talento y toda la vis humorística del mundo y un pulso conmovedor para el boceto de las nimiedades cotidianas, pero ni dominan ni duran en este negocio; o duran por la respiración asistida del patrón ideológico o empresarial, nunca por el favor del público. Y está bien que no duren, porque han traicionado el pacto social con el lector, que lo mínimo que espera de un columnista es que se moje un poco.
Intelectuales y patriotas
¿Significa eso que tienes que convertirte en un intelectual? Bueno, a estas alturas parece imposible rescatar esa palabra del barro donde la hundieron a pachas los propios intelectuales por un lado y los populistas por el otro. Pero si tu voz no aspira a la influencia, una influencia real y mensurable que provoque adhesiones y amenazas, entonces es mejor que te dediques al posteo de estados de ánimo en tu red social favorita. Y por cierto, no confundas la influencia con el poder. El poder, en columnismo, es un atributo que solo fascina a los mediocres que persiguen el cohecho o a los resentidos que claman venganza, y un buen columnista no puede ser ni una cosa ni la otra. En cambio desearás la influencia, no ya por vanidad -en todo caso un motivo más sano que la ideología- sino porque te preocupa en alguna medida la deriva de tu país, ese solar centenario donde viven y mueren tus conciudadanos. A esa preocupación la llamábamos antiguamente patriotismo, si esa palabra no yaciera en el mismo barro que ahoga a los genuinos intelectuales por culpa de los mismos verdugos. Un columnista, sí, es un patriota. No lo olvides.
Tu segunda patria es tu lector. Él es el que manda. Y es el único que debe mandar. Pero al mismo tiempo es el último al que debes someterte, precisamente porque tu sumisión lo alejaría de ti. Antes deberás conquistar el derecho a ser escuchado. Lo harás con mucho tesón, con una vocación indeclinable y con una medida de fortuna. Sabrás que lo has conquistado porque el lector te buscará. Pero no te buscará para corroborar sus convicciones, como repiten tantos simples, sino para confrontar sus convicciones con las tuyas, porque las tuyas le importan. Si sale reforzado de la lectura, genial; si sale contrariado seguirá buscándote, porque te reconoce una secreta autoridad, un magisterio constante. El día que pierdas esa autoridad porque sospeche que escribes para reafirmar sus tesis y no para aquilatarlas, te abandonará.
Sé versátil. Y si no te sientes seguro fuera de lo que te funciona, entonces lee, ensaya y soporta la crítica hasta que ganes una nueva seguridad. Cuando era más joven contraje una malsana pasión por la taxonomía, por los podios y por las hogueras purificadoras de la censura: esto es columnismo, esto no lo es. Hoy sé que el auténtico talento no consiste en tener una marcada personalidad sino en tenerlas todas. O al menos en reunir el mayor número posible de personalidades columnísticas. No se trata de que digan de tu estilo que es inconfundible, sino que es inapresable. Que nadie lo puede etiquetar -fuera de la mala fe- porque verdaderamente ya eres capaz de escribir con sistemática elegancia de cualquier cosa. El genio es maniático, inmanente, pesadamente unívoco. El genio fue un oscuro invento de los románticos para curarse su rencor contra la luz, y como todos los inventos de los románticos termina en el crimen. El talento, noción clásica, indaga en la variedad para establecer lo canónico. Se adapta, imita, crece, muta, se supera. Pocos tienen una voz reconocible, y estos están bien; pero muy pocos pueden brillar en el empleo de cualquier tono y cualquier tema, y estos están mejor. Si quieres ser columnista tu dios no es Dionisos sino Apolo. Sé claro, sé fuerte, sé bello; inténtalo al menos, muchacho. Deja el morbo para los que ignoran la etimología de lo morboso, que significa enfermo.
El columnista de talento es capaz de combinar la observación atenta con la imaginación atrevida. Solo con observación serás aburrido; solo con imaginación serás irrelevante. Hay buenos columnistas y hay grandes columnistas, y doy por hecho que tú quieres ser de los segundos. En tal caso debes comprender que el buen columnista puede amar intensamente pero siempre en la misma postura; el gran columnista es poliamoroso, polimórfico y polivalente. Está el buen columnista umbraliano, el buen columnista irónico, el buen columnista político, el buen columnista activista, incluso el buen columnista cursi que nos mete algo en el ojo y nunca lo reconoceremos. Pero el gran columnista puede ser todos ellos en días sucesivos sin traicionar ni sus ideas ni su estilo. Es un pintor de paleta amplia, sobresaliente en el retrato, en el bodeguón, en la pintura histórica, en el paisaje impresionista y hasta en la miniatura flamenca. No es fácil, naturalmente, como no es fácil ser un novelista de mérito: debes saber que también el columnista trabaja con la fantasía -el enfoque novedoso, la premisa diferente, el personaje perfilado a partir del detalle revelador-, aunque su texto siempre despega y aterriza en la pista de la actualidad.
Mirada y estilo
Te he dicho alguna vez que el columnista es mirada y estilo, y sigo pensándolo. Ambas facultades se pueden entrenar, porque no son otra cosa que el pensar (inventio) y el decir (elocutio) de la oratoria clásica. Pero siento comunicarte que no hay recetas mágicas para el pensar incisivo ni para el decir original. Seguramente un cierta predisposición genética a la expresividad verbal resulta imprescindible, pero el resto se va adquiriendo con años de masticación lectora, libros que van regando el sedimento interior que distingue a esos tipos que los burgueses llamaban hombres de espíritu. Ahí se forma el terreno del que brotan las columnas. Cuando dices de alguien, sin ocultar tu admiración, que le salen las buenas columnas como churros, párate a considerar que para llegar a esa facilidad ha tenido que leer mucho y vivir lo suficiente.
Y vivir, en columnismo, obliga a conocer de primera mano la materia de la que se escribe. Escribir de los políticos sin conocerlos no te hace más independiente sino más ciego. También debes saber que acercarte demasiado pondrá en peligro tu independencia -y por tanto el respeto de tu lector-, y no por temor a una represalia sino por la chispa del afecto o por el fuego de la inquina. Procura que esa llama esté apagada cuando te sientes a escribir; a veces naufragarás por exceso de cercanía y otras por exceso de distancia, pero al menos sé consciente de que naufragaste en aquel texto y contra qué arrecife, para poder corregir el rumbo en la siguiente columna. Y recuerda que no tiene ningún mérito la independencia cuando de ella no se deriva la posibilidad de que el interpelado por tu crítica pueda encontrarte, llamarte o rebatirte. Ese coraje mejorará tu estilo, porque le añadirá la responsabilidad de la que carecen los infinitos cobardes vestidos de valientes que pueblan la mecanografía del falso columnismo.
En cuanto a la forma, que tanto importa a los mitómanos del género, no tengo muchos consejos que darte porque efectivamente el estilo es el hombre, o la mujer. Y cuando no lo es significa que estás estafando al lector, y por tanto debes dedicarte a los monólogos o a los guiones baratos. Tu personalidad está en los giros que escoges, en los adjetivos que descartas y en la sintaxis que ordena tus ideas para fijarlas en frases eficaces y sinceras, sean cortas y copulativas o largas y subordinadas. Aprende que la prosa estriba en el sustantivo y toma la fuerza del verbo, y que escribir pensando en el adjetivo es como cocinar un filete con sacarina; el adjetivo es el postre de la columna, pero al lector primero hay que nutrirle.
Y por el amor de Dios, rellena de cera tus oídos antes de escuchar los cantos de sirena de la música que sofoca la letra. Guárdate de la sonaja de los fonemas, de los ruedines de las metáforas gastadas y del sabor exótico del término que urraqueaste por ahí. Esto no es Instagram, muchacho: esto es tu cerebro sin filtros. Cuando descubras la potencia sin igual de la idea, dejarás de preocuparte por el modo de expresarla. Domina el lenguaje, tiranízalo para que vaya por donde dictan tu pensamiento y tu sensibilidad; si por el contrario te dejas llevar por él acabarás solo, marginado en un rincón de la fiesta, preguntándote por qué nadie aprecia los campanudos ecos de tu voz de odre vacío.
Respeta a los maestros pero no les rindas vasallaje. Escribe como si te estuvieran mirando por encima del hombro, pero no precisamente para agradarles. Los maestros auténticos esperan con resignación que los iguales, y no los igualarás escribiendo lo mismo que ellos solo que después. Piensa en el maestro venerado hasta pulsar la primera tecla; ni se te ocurra hacerlo después. Y cuando termines, asume sus correcciones con humildad. Porque ellos pasaron por donde tú estás pasando y llegaron adonde tú ansías llegar.
No confundas la subjetividad con la ecuanimidad. La subjetividad no te incumbe, como no te incumbe un planeta en que las sillas vuelen y los árboles hundan su copa en el suelo y enseñen sus raíces. La tierra es el reino de la gravedad y el columnismo es el reino de la subjetividad. Se trata de convertirte en un sujeto interesante, alguien cuyas subjetividades interesen. Para eso es importante que te esfuerces por conquistar el grado más alto de ecuanimidad a tu alcance. Serás de izquierdas o serás de derechas o serás mediopensionista, pero merece la pena que te esfuerces por ser ecuánime en tus textos. Ecuánime es aquel que sabe reconocer el acierto del adversario y el error del afín sin abandonar por ello la lealtad a sus principios. Una lealtad, por cierto, siempre condicionada al resultado de su contraste con los hechos: el que muere pensando lo mismo que pensaba a los veinte años entrega a la tierra un cerebro sin desprecintar.
Verdad y belleza
Te daré un consejo para estos tiempos de censura y autocensura, de inquisidores y ofendidos, de presiones horizontales y linchamientos digitales. Cuando te ocurra a ti -y hoy a todo columnista decente tiene que ocurrirle- no cambies. Quieto ahí. Las heridas se lamen en casa, no en el folio. Niégate a la bajeza del pensamiento posicional por mucho que queme la llaga de un mal lance. Nunca opines algo simplemente para no coincidir con el otro, no escribas pasando a pasiva los posicionamientos activos del adversario o incluso del camarada. Tampoco lleves la contraria por llevarla, por mucho que te harten los lugares comunes o te canse tu propio bando. Sucede que a veces los tópicos dicen la verdad, incluso a veces la dicen los de tu propio bando, y tu misión consiste siempre en servir a la verdad; a tu verdad, al menos. Lo de epatar al burgués déjaselo a Baudelaire y a los payasos de las redes.
Grábate esto a sangre y fuego, joven español: el izquierdista y el derechista persiguen igualmente un mundo más justo, solo que por procedimientos diferentes. Es lógico que al izquierdista le parezcan injustos los procedimientos del derechista y es lógico que al derechista le parezca injustos los del izquierdista. Ese conflicto se llama democracia. Pero si eres conservador y solo ves rojos deseosos de pegar fuego a la patria y a la familia; o si te llamas progresista y solo ves fachas explotando al pueblo en general o a tu colectivo en particular, en ambos casos debes dejar de escribir columnas creyendo que le importarán a alguien ajeno a tu tribu. Lo tuyo es el activismo.
Es posible que nada de esto se consiga siendo demasiado joven, pero estoy bastante seguro de que se pierde siendo demasiado viejo, así que no te desanimes. Es un oficio hermoso, de honda y singular raigambre española, y merece una continuidad en este mundo. Piensa que por muy mal que esté -siempre estuvo mal-, por mucho que la revolución tecnológica amenace con reducirnos a la afasia y al emoticono, dudo que se encuentre una alternativa tan rica y sutil y poderosa como las palabras para designar los miedos y las esperanzas de los hombres. Así que si de verdad sabes usarlas, por mucha competencia novel o veterana a la que te enfrentes podrás ganarte la vida. Encontrarás tu lugar en la honrosa cadena del columnismo patrio.
Es un oficio ético, porque no escribirás bien si no te anima un propósito honesto de mejora propia y ajena. Y es un oficio estético, porque en los mejores momentos sentirás que te has sentado por un día a la derecha de los poetas y de los novelistas. A la mañana siguiente, por supuesto, ellos seguirán sentados allí arriba y tú deberás empezar de nuevo aquí abajo. De las rentas viven los dinosaurios y los griegos. Un columnista vale lo que vale su último artículo: no lo olvides. Tu mejor columna está por escribir. Siempre.
No te conformes jamás. Si eres realmente bueno no tolerarás la relectura de tus textos más aplaudidos. Habrás aprendido a localizar en pocos segundos los puntos donde cargaste la mano del efectismo. Podrás desmontar rápidamente el reloj de la columna más redonda y constatar que habrías podrido montarla mejor con un poco más de trabajo. La columna, tal como yo la entiendo, no es un desahogo subjetivo ni una mera reflexión con propósito de influencia: es un arte. Como cualquier arte exige una técnica y persigue la belleza. La belleza de la verdad y secundariamente la belleza de las palabras. A los artistas más dotados parece nacerles la página con envidiable fluidez, pero se trata de una destreza engañosa, de una laboriosa sencillez. Hace falta la vida entera de un gran columnista hasta el instante exacto en que logra parir en cuarenta y cinco minutos una gran columna. Y ese mismo maestro conoce días de sequedad mental en que suda dos horas y media para cursar un folio de puro aliño. En esta incertidumbre reside la pequeñez y la grandeza de mi oficio.
Dios quiera que lo descubras por ti mismo. Porque significará que habrás llegado, querido amigo.
Este ensayo forma parte del libro GeneraciónNegroni (Harper Collins) publicado en noviembre de 2023 como tributo colectivo a David Gistau, maestro de columnistas.
Alguien dijo que escribir en periódicos es llevar cada día flores a nuestra propia tumba. Como los hombres que fuimos, como las mujeres que amamos, los artículos de prensa están por naturaleza excluidos de toda participación en el mañana. Y ahora que nace noviembre parece más difícil creer en la inmortalidad de un oficio que tanto tiene de oficio de difuntos. Pero no porque las flores se marchiten dejamos de regalarlas, y no porque las frases caduquen al paso frenético de la actualidad renunciaremos a extraerlas del cerebro o a bombearlas desde el corazón en la esperanza de que el lector unte nuestra idea en la tostada y trasiegue una metáfora con el café.
No es habitual que el gran creador coincida con el teórico sutil. Pocos escritores son minuciosamente conscientes de la fórmula literaria que ponen en práctica, de sus deudas y su novedad. Italo Calvino pudo hacerlo porque se apoya en el punto de equilibrio entre clasicismo y vanguardia. Su obra crítica versa a menudo sobre el primero, pero la originalidad de sus narraciones bien merece la etiqueta de experimental.
Calvino resolvía la aparente contradicción citando a Raymond Queneau: «El clásico que escribe una tragedia observando cierto número de reglas que él conoce es más libre que el poeta que escribe lo que le pasa por la cabeza y que es esclavo de otras reglas que ignora». Frente a los tópicos de un romanticismo trasnochado, nuestro ensayista sabía que el respeto a la estructura permite la libertad. Sus ficciones son artefactos perfectamente medidos, pero causan un efecto de improvisada ligereza que disfrazan de juego el significado.
El más leído de nuestros novelistas no habla nunca de escribir novelas: habla de hacerlas, con orgullo fabril. Esa consumada artesanía se aquilata ahora con El problema final, la feliz incursión en el género detectivesco clásico de Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951), que enreda al lector en un juego perverso y elegante de la mano de un Holmes conradiano y un Watson español. Una novela magnética, técnicamente perfecta, que envasa la nostalgia no como una queja amarga sino como un aroma delicioso. Un retorno a la inocencia.
Todo escritor tiende a pensar que su último libro es lo mejor que ha escrito. ¿Cuál es su listón interior, esa obra de referencia con la que se mide cada vez que se pone a escribir una nueva?
Una novela corresponde a un momento y a una intención. No hay mejor novela como tal: cada una responde a lo mejor que puedes o quieres hacer en un momento dado. El club Dumas (1993), por ejemplo, es una buena novela. El pintor de batallas (2006) es mi novela, digamos, más seria, más densa, más importante como novela. Pero cada novela me pide el momento en el que está escrita, así que no puedo decir si una es mejor o peor. Quizá mejor técnicamente sí, pero tu mejor novela no es tu última novela. Hay autores que están muertos y no lo saben, los mataron los lectores o ellos mismos se suicidaron hace años y no se dan cuenta. Por eso es tan importante estar pendiente de los lectores. Pero no de los amigos, que nunca te dicen la verdad. Hay que salir fuera, mirar librerías, no encerrarte, mirar cómo te ven y darte cuenta de cuándo el lector, que es el juez auténtico, empieza a aburrirse de ti. Cuando un escritor dice «Oye, es que a mí el público me da igual», o miente o no se entera. Porque el público es tu espejo. Aunque el lector de verdad no enjuicia una novela sino una obra en su conjunto.
De Ignacio Aldecoa (Vitoria, 1925-Madrid, 1969) conocíamos sus cuentos, encaramados con razón a lo más alto del canon narrativo no ya de la Generación del 50 sino de las letras españolas del siglo XX. Pero esta lujosa edición de sus cuatro novelas a cargo de Hipólito Esteban Soler reafirma y amplía la talla literaria de quien fue quizá el escritor mejor dotado de su tiempo junto con Ferlosio, y al que solo una muerte prematura privó de cuajar una obra más imponente.
Hace siglo y medio nació quizá el prosista más elegante de la lengua castellana, en palabras de Mario Vargas Llosa. Que el Nobel peruano dedicara su discurso de ingreso en la Real Academia Española al elogio de la obra de José Martínez Ruiz puede causar extrañeza, tratándose de un arquitecto de catedrales narrativas en el caso del estudioso y de un decorador de interiores semánticos en el caso del estudiado. Pero la materia del arte literario al cabo es una y la misma: las palabras. Y muy pocos las han manejado en nuestro idioma con la devoción y la pureza de Azorín. De ahí que don Leopoldo Alas, crítico senatorial de las revistas de entonces, saludara la irrupción finisecular del rebelde Martínez Ruiz con esta sentencia: «Entre las pocas cosas que respeta está el castellano».