
La cárcel, como la muerte, es eso que les sucede a los demás. Tal cosa piensa al menos el delincuente cuando delinque, que a él no lo van a pillar, y tal cosa pensamos todos los mortales hasta que la vida nos da el primer susto o doblamos el cabo de cierta década psicológica: que nosotros no nos vamos a morir. Un delincuente se ve a sí mismo como un vitalista irrestricto, un apóstata del orden o un hombre de fe en los mares sin orillas, en las noches sin finales y en las democracias sin leyes. Lleva el carpe diem tatuado bajo la costra de su conciencia, y no tiene tiempo que perder hasta el día en que el juez le quita de golpe el tiempo que le quedaba.






