
La agonía del sanchismo es como el tazón de cereales de nuestra infancia: en realidad no quieres que se acabe nunca. Por eso estas últimas sesiones de control (¿cuántas quedarán? ¿trece? ¿diecinueve?) hay que llevárselas despacio a la boca, saboreando el copo de maíz inflado recubierto de chocolate industrial, ralentizando la ingesta con la melancolía anticipada de un subgénero literario que hemos practicado jubilosamente y que va tocando a su fin: el de la narración del cinismo político desorejado. Unos años delirantes donde todo fue científicamente mentira. Una plaga de desvergüenza que no sabremos si ha puesto huevos hasta que nazca otro gobierno.








