
Juntar en el mismo espacio físico a Felipe de Borbón y a Álvaro García Ortiz produce un chasquido visual que daña la córnea. Es como un avistamiento marciano, un festival de rayos gamma, un desafío astronómico. Cuando el cristal líquido proyecta ese emparejamiento inverosímil, el ojo del contribuyente recibe la misma cantidad de radiación que un liquidador de Chernóbil. Es como mirar fijamente un eclipse solar, y no porque tengamos un rey sol sino porque aún tenemos un fiscal oscuro. Un agujero de gusano con sonrisa de guiñol que devora la dignidad institucional de cuantos incurren en la temeridad de aproximársele. Solo contemplar ese acercamiento en el telediario puede provocar ceguera vitalicia. Uno nota cómo el cristalino se endurece, cómo el humor vítreo entra en ebullición, cómo la retina se acurruca en defensa propia, cómo el nervio óptico se retuerce como un regaliz masticado por un chimpancé.






