
Conocí a David Gistau en el mesón Paxairiños de Madrid, un asturiano tradicional de esos que predisponen a la desinhibición de la amistad y a la derrota de todos los eufemismos. Debió de ser hace catorce años, en 2010, yo andaba en la veintena larga y empezaba a ser lo que siempre había querido ser. No poeta ni narrador: exactamente columnista. A Gistau lo había traído al mesón para presentármelo Ignacio Ruiz-Quintano, que lo apadrinó en sus inicios como luego hizo en los míos, pertrechándonos de referencias clásicas (pero olvidadas) del articulismo español. El almuerzo fue un festín dialéctico. Recuerdo que David y yo lo rematamos intercambiándonos los números de teléfono y que esa misma tarde le escribí agradecido, y que me contestó al instante con aquella camaradería tan suya que confinaba con la generosidad. Había conocido por fin al hombre tras la firma que buscaba con avidez en La Razón y en El Mundo desde mi primer curso universitario. Había contraído con él, con su personalidad impresionada en el folio como el fogonazo atómico que tizna la tapia blanca, una misteriosa sensación de familiaridad. Las columnas de Gistau suponían una ampliación del campo de batalla: yo no sabía que se podía escribir en periódicos de tan irreverente manera hasta que lo leí.







