Una emoción cotiza al alza en nuestra vida pública: la venganza. Sin salir del Congreso, entre los partidos de la declinante mayoría que sostuvo al Gobierno cunden los aspirantes a vengadores de novela, para solaz de los plumillas parlamentarios. Tiene pinta de que este curso vamos a mojar la pluma en sangre, que suele ser el tintero de las mejores crónicas.
La crisis migratoria no es una crisis porque si lo fuera sería pasajera y soluble. Tampoco es exactamente un problema, porque en tal caso tendría algo parecido a una solución. El deseo de cientos de miles de africanos de vivir como europeos no solo no va a remitir en los próximos años sino que va a intensificarse a medida que la llamada de la abundancia se propague por los rincones subsaharianos menos esperanzadores pero más tímidamente desarrollados. «¡No son pobres! ¡Todos llegan con teléfono móvil!», concluyen los astutos sabuesos de las redes. Obvio: es en el móvil donde descubren cómo vivimos. Es esa pantalla que refleja nuestros desorejados postureos instagrámicos la que alimenta su sueño, hasta el punto de aceptar el peaje de la propia vida en el intento. Y son los que pueden pagar un móvil los mismos que pueden pagar el billete a la mafia del cayuco. Como ha explicado Ángel Villarino, la inmigración no se reduce a medida que despega una economía: es precisamente entonces cuando se incrementa. Nadie engendra proyectos en un erial; nadie especula con el éxito cuando debe concentrarse en sobrevivir. Por eso la crisis migratoria no ha hecho más que empezar.
Tiene advertido el presidente que no se le moleste durante su retiro vacacional. Antes de volar a Lanzarote, en el último consejo de ministros del curso, dejó meridianamente claro que su descanso era un asunto de seguridad nacional. Que nadie debía importunarle a menos que se acabara de producir una verdadera catástrofe: otra pandemia, la invasión de Polonia por parte de Putin, la filtración de una nueva carta de recomendación de Begoña a favor de una empresa subvencionada por el Gobierno. «No me llaméis ni aunque el Teide entre en erupción. Si sucede, ya veré yo el humo desde La Mareta», sentenció ante los ojos atónitos y serviles de sus ministros y ministras.
Parece que la condescendencia hispánica ha cambiado de bando y ahora son los periféricos los que se burlan de los centralistas. Yo aún tarareo inocentemente aquel estribillo gamberro que Séptimo Sello aportó a la Movida: «Todos los paletos fuera de Madrid». Pero este verano un bar gallego ha sido noticia no por cerrar en agosto sino por la aparatosa xenofobia del motivo: «Si cae una bomba en Mera se quedan sin tontos en la Meseta». Hay paisanos míos que se han ofendido, pero a un verdadero madrileño -es decir, alguien venido de provincias que desprecia el peso del terruño en la conformación de su identidad y en la elección de su proyecto de vida- una frase como esa lo moverá mucho antes a la carcajada que a la indignación. Sobre todo porque si semejante declaración de hostilidad surtiera efecto y los mesetarios dejaran de veranear en aquellas hermosas rías, la economía gallega se vería dramáticamente devuelta a la edad del zueco, el azadón y la gallina. Bien lo sabe el astuto alcalde de Vigo, que cada navidad prende luces más grandes para atraer más carteras del resto de España.
Conocí a David Gistau en el mesón Paxairiños de Madrid, un asturiano tradicional de esos que predisponen a la desinhibición de la amistad y a la derrota de todos los eufemismos. Debió de ser hace catorce años, en 2010, yo andaba en la veintena larga y empezaba a ser lo que siempre había querido ser. No poeta ni narrador: exactamente columnista. A Gistau lo había traído al mesón para presentármelo Ignacio Ruiz-Quintano, que lo apadrinó en sus inicios como luego hizo en los míos, pertrechándonos de referencias clásicas (pero olvidadas) del articulismo español. El almuerzo fue un festín dialéctico. Recuerdo que David y yo lo rematamos intercambiándonos los números de teléfono y que esa misma tarde le escribí agradecido, y que me contestó al instante con aquella camaradería tan suya que confinaba con la generosidad. Había conocido por fin al hombre tras la firma que buscaba con avidez en LaRazón y en ElMundo desde mi primer curso universitario. Había contraído con él, con su personalidad impresionada en el folio como el fogonazo atómico que tizna la tapia blanca, una misteriosa sensación de familiaridad. Las columnas de Gistau suponían una ampliación del campo de batalla: yo no sabía que se podía escribir en periódicos de tan irreverente manera hasta que lo leí.
Al presidente no le gusta la poesía. Todos recordamos el día en que se refirió a Albert Camus como «aquel viejo poeta argelino». Lo cierto es que no dio ni una: Camus era de nacionalidad francesa, escribió novela, drama o ensayo y murió joven. En otra ocasión se plantó en Collioure y habló de la «cuna soriana» de Machado, cuya infancia -como sus lectores de verdad saben- son recuerdos de un patio de Sevilla.
Otra de las cosas que nos quiere arrebatar el sanchismo es el derecho a la desconexión estival, y no debemos dejarnos. Cuando hasta en agosto se suceden los escándalos y la intensidad política no cede al marasmo veraniego existe la tentación de soltar la jeremiada: ¿queda alguien ahí para escandalizarse? ¿Es algo más que un puñado el número de conciencias a las que les sigue doliendo España bien entrado el periodo vacacional? Nos acordamos entonces de aquellos que se fueron a los toros la tarde en que llegó a Madrid la noticia de la pérdida de Cuba y Filipinas, y concluimos siglo y cuarto después que el españolejo no ha superado su atávico pancismo, su incurable alienación institucional.
El presidente ha suspendido sus vacaciones por un día para citar a cuatro estrechos colaboradores en La Moncloa. Son María Jesús Montero, Pilar Alegría, Santos Cerdán y Óscar Puente. La intempestiva convocatoria los ha sumido en el desconcierto y ha desatado una cascada de nerviosas conjeturas en el discreto chat que comparten los cuatro. ¿Adelanto electoral? ¿Crisis de gobierno? ¿O sencillamente Pedro necesita otra vez apoyo moral y carantoñas del servicio?